Consideramos que históricamente y gracias a sus características (es imperecedero, mantiene un valor más o menos estable a lo largo del tiempo, puede cambiarse por infinidad de productos y servicios, es útil para comparar el valor de estos y puede producir riqueza por sí solo, a través de los intereses que genera) el dinero ha sido una de las herramientas indispensables que explican el vertiginoso, deberíamos analizar si positivo, desarrollo de la sociedad.
No obstante, ante esta encrucijada en la que actualmente nos encontramos, donde las herramientas y conceptos parece que se han quedado obsoletos y los retos se empeñan en crecer en número y complejidad, la pregunta es fundamental: ¿ha llegado el momento de cambiar la forma en la que realizamos nuestros intercambios?, ¿es el tiempo de renunciar al dinero para no seguir cometiendo los errores que nos han traído hasta el momento presente, para poder aspirar a nuevas soluciones? Desde nuestro punto de vista sí, y en esta sección os vamos a tratar de explicar por qué lo creemos.
Ha llegado el momento de renunciar al dinero.
Cómo seguramente pienses, señalar al dinero como el origen de muchos de nuestros problemas es comparable a señalar al cuchillo en la escena de un crimen. Bueno, hasta cierto punto así es. Al igual que un cuchillo se puede emplear para cortar un dedo a tu vecino o para pelar patatas, el dinero puede ser utilizado para financiar vacunas para los países del tercer mundo o para financiar guerras en estos mismos lugares. No obstante al igual que un cuchillo tiene ciertas características intrínsecas que hacen que, independientemente del uso que se le dé, nunca pueda servir para tomar sopa, el dinero posee ciertas propiedades implícitas que son independientes de la ética con la que se utilice. (Nota: consideramos que los bancos de tiempo, las monedas locales y el trueque presentan en esencia los mismos inconvenientes del uso del dinero, y por tanto creemos que deben ser aplicados en casos muy concretos si no queremos enfrentarnos a los mismos problemas que ahora afrontamos en la sociedad del dinero).
Una de las principales características intrínsecas al uso del dinero, y que ha posibilitado un desarrollo sin precedentes en todos los ámbitos de nuestra sociedad, es que posibilita el crecimiento ilimitado.
Esto obviamente no quiere decir que si uno deja un billete de 5 euros en un cajón, al día siguiente se habrá convertido en uno de 10. Lo que viene a decir es que el dinero barre los límites de la riqueza que es necesario crear, en tanto en cuanto no existe una cantidad para la cual un país, una empresa o una persona consideren que deja de ser beneficioso seguir ganando dinero. Y no estamos hablando de la codicia humana, sino de una consecuencia inevitable de su uso: ¿qué contribuyente, empresario, trabajador o consumidor no quiere mejorar su nivel de vida y el de sus familiares? ¿seguir ahorrando para su pensión? ¿para aumentar la herencia que dejará a su hijos? ¿o ahorrar para visitar más países? ¿para comprar mejores productos? ¿para tener una mejor cobertura sanitaria? ¿para darle un hermano al hijo único? Está claro: sería estúpido que teniendo la oportunidad de ganar más dinero y mejorar así el nivel de vida de sus integrantes una compañía, estado o familia no lo hicieran. Esta posibilidad de aumentar el nivel económico que el dinero ofrece y que es aprovechada por los distintos actores de una sociedad, hacen que la economía en su conjunto tienda siempre a crecer de manera ilimitada porque, repetimos, no hay un momento en que una sociedad o una parte de ella, consideren que es perjudicial seguir ganando dinero.
Esto evidentemente choca frontalmente contra la lógica más elemental: no existe ningún sistema que pueda crecer ilimitadamente sin antes o después colapsar. Y precisamente, eso es lo que lleva ocurriendo en las sociedades del dinero desde que adoptaron su uso. En los momentos históricos en los que el crecimiento del dinero no se ha visto reflejado en un crecimiento de los recursos, ya fueran humanos, naturales o tecnológicos, la burbuja económica, representada por una moneda con un valor irreal y no respaldado por riqueza tangible, ha estallado. Esto se debe a que el dinero tiene la perniciosa característica de representar riqueza estimada, y no riqueza real, lo que hace que en el momento en que el valor de un elemento estructural de la sociedad (véase el petróleo, la vivienda…) no es el estimado, el dinero, que ha crecido por encima de lo que los recursos económicos eran capaces de hacerlo, pierde parte de su valor y el sistema se derrumba, con las nefastas consecuencias que ya conocemos.
Desde el punto de vista ecológico, la principal consecuencia que tiene la posibilidad de crecimiento ilimitado que el dinero posibilita es obviamente la explotación de los recursos naturales por encima de su capacidad de renovación. Como ya sabemos desde la Revolución Industrial venimos expulsando a la atmósfera gases de efecto invernadero que esta no es capaz de absorber, provocando un aumento de la temperatura, la acidificación de los mares, etc. Y el cambio climático es uno sólo de los ejemplos de la incapacidad de una sociedad que emplea el dinero para desarrollarse dentro de los límites de cada medio natural.
Antes de abordar en la segunda parte de este artículo la siguiente consecuencia negativa intrínseca al uso del dinero, la competencia, nos gustaría cerrar este apartado con dos últimas reflexiones. Con la primera desmitificaremos las bondades del crecimiento económico, con la segunda hablaremos sobre la imposibilidad del decrecimiento en una sociedad que no renunciemos al dinero.
Después de haber leído la primera parte de este artículo, alguien podría argumentar que sí, efectivamente el crecimiento ilimitado genera crisis económicas, sociales y ecológicas, pero al mismo tiempo sirve de motor para que la sociedad cree riqueza. En primer lugar es importante aclarar que renunciar al dinero no significa renunciar a crear riqueza, desarrollo, bienestar… Eso obviamente sería absurdo. Lo que proponemos es que todo ello se cree en base a los recursos naturales, a las capacidades y necesidades de las personas en cada lugar y momento presentes. Dicho esto es necesario preguntarse cuál es la naturaleza de la riqueza creada por el dinero. ¿Es consecuencia directa de las necesidades de las personas? ¿Se crea esta para aumentar su bienestar? Aunque puede que muchas empresas en sus comienzos nacieran como respuesta a una necesidad concreta de la sociedad, lo cierto es que bien debido a que la competencia con otras empresas les obliga a crecer o morir, o bien porque sin verse empujadas por la competitividad del mercado deciden crecer para aumentar el nivel de vida de sus integrantes (algo totalmente lícito), estas acaban inevitablemente manipulando las genuinas necesidades de la sociedad, convirtiéndola en un medio para sus actividades económicas en lugar de en un fin, como debería ser.
Para entender esto nos vale cualquier ejemplo. Imaginemos una empresa de colchones. Aunque cuando se constituyó seguramente lo hizo para cubrir una necesidad actualmente invierte una parte importante de su presupuesto en marketing, publicidad, obsolescencia programada… con el objetivo de manipular las verdaderas necesidades de los consumidores. Aunque cuando la empresa de colchones se creó la necesidad en su entorno era de 30 colchones al mes, en la actualidad ha manipulado esta demanda, haciendo que se produzcan y se vendan más colchones de los que verdaderamente se necesitan. Aquello que había nacido como un medio para un fin, que era la sociedad, se ha acabado convirtiendo en un fin en sí mismo, que utiliza a la sociedad como medio para crecer. Y ojo, cuando hablamos de crecimiento no aludimos a la avaricia de un empresario sin escrúpulos, sino a la lógica decisión de una empresa que quiere crecer para aumentar sus beneficios, y por tanto el bienestar de sus miembros. Y aún en el caso de que una empresa decida no crecer, antes o después se verá obligada a hacerlo si quiere seguir siendo competitiva frente a otras empresas que sí han decidido crecer.
Desde un punto de vista más global pero profundizando en la misma idea, podemos añadir que en cualquier sociedad que haga uso del dinero, los recursos se explotan en base al dinero que sea rentable invertir en cada momento. Por ejemplo: si es rentable invertir en la producción de objetos de lujo, los recursos se desviarán para cubrir esta demanda, si en cambio no es rentable la producción de medicamentos para el tercer mundo, esta necesidad quedará descubierta. Como vemos el beneficio económico condiciona el uso del medio ambiente y las personas, mientras que en un mundo sin dinero las personas podrían determinar, en base a los recursos humanos y naturales disponibles, qué riqueza crear y cómo hacerlo.
Seguramente muchos pensarán que debemos apostar por el decrecimiento, la austeridad o el crecimiento sostenible para erradicar los problemas comentados. Sin duda, si no queremos poner en entredicho nuestra propia supervivencia, necesitamos hacer un gran esfuerzo para producir menos, de forma más eficiente y generando menos residuos. No obstante por mucha voluntad que invirtamos en ello no pondremos cambiar el hecho de que la tendencia en una sociedad que emplee el dinero es irreversiblemente la del crecimiento ilimitado. Un crecimiento que no sólo es inevitable sino que además es necesario para la sociedad que emplea el dinero si esta quiere mantenerse en el tiempo. Para el empleado de la fábrica de colchones de la que hablábamos, es una mala noticia que se cubra la necesidad de colchones en su zona, porque eso significará que al mes siguiente no habrá ventas y su puesto, y por tanto su medio de subsistencia, peligrarán. Y cómo él el resto de la sociedad. Todos y cada uno de los miembros de una sociedad que emplea el dinero necesitamos que la economía crezca y nunca deje de hacerlo, porque cada mes necesitamos que nuestra empresa produzca lo suficiente, y así recibamos cada mes nuestro sueldo. Es por ello que el decrecimiento en una sociedad que asume la herramienta del dinero es una entelequia. El decrecimiento es más que necesario dadas nuestras circunstancias, pero sólo será posible cuando renunciemos al uso del dinero.
Continuando con la reflexión sobre este tema, el hecho de que una persona o colectivo renuncie a la posibilidad de seguir ganando dinero y a mejorar sus condiciones de vida, no es más que un loable pero inútil paliativo. En primer lugar porque esa decisión es posible tomarla sólo después de una fase de crecimiento, tras la que se ha alcanzado un cierto nivel económico. Sería absurdo pedir austeridad al niño, al estudiante, al país del tercer mundo, al refugiado o al trabajador precario, ya que sus condiciones están lejos de ser las mejores y pedirles tal cosa sería cometer con ellos una injusticia. Por tanto el crecimiento sostenible, la austeridad o el decrecimiento en la sociedad del dinero tiene sentido siempre que esté precedido por una fase de crecimiento. En segundo lugar, y este es el quid de la cuestión, renunciar a obtener cierto beneficio económico no impide que otra persona, empresa o estado vaya a aprovecharlo si este existe y de hecho, está en todo su derecho de hacerlo. ¿Quién, y con qué razones puede denegar o restringir a ninguna persona u organización la posibilidad de prosperar, de aumentar su estabilidad, de mejorar sus condiciones económicas o, en pocas palabras, de crecer (siempre dentro de la legalidad, claro está)? Limitar las posibilidades de crecimiento dentro de una sociedad basada en el dinero conlleva necesariamente una vulneración del derecho de las personas y las organizaciones a progresar en sus condiciones materiales y no-materiales. Esta falta de libertad para poder aprovechar todas las oportunidades que el dinero ofrece ocasiona tensiones que desembocan, antes o después, en un nuevo escenario de crecimiento no restringido.
Pero vayamos más lejos. Imaginemos que, de forma extraordinaria, todos los actores de una sociedad se ponen de acuerdo para limitar su crecimiento. Para conseguirlo, los consumidores reducen su nivel de consumo al mínimo, generando un fuerte impacto en las empresas, que ven sus ingresos disminuir, lo que afecta a los trabajadores, cuyos sueldos bajan o peor aún, pierden sus trabajos. Trabajadores que son al mismo tiempo consumidores, que viendo disminuir su capacidad adquisitiva consumen aún menos, lo que hace que los ingresos de las empresas sigan bajando y así los sueldos de los empleados y por tanto… Como vemos entramos en un círculo vicioso que sume a la sociedad en una recesión en la que su única salvación es estimular el crecimiento económico. El mismo crecimiento económico que se habían propuesto limitar. Pero desarrollemos un poco más la reflexión para los lectores escépticos.
Imaginemos esta vez que, con un ambicioso plan económico se consigue alcanzar el ansiado equilibrio económico: los consumidores mantienen un nivel de consumo que hace que las empresas tengan un cierto nivel de ingresos, que asegura unos sueldos para un número de trabajadores y, a su vez, cierta capacidad adquisitiva como consumidores. A primer vista parece idílico… pero es un escenario que cuando se lleva a la práctica solo puede desembocar en sistemas autoritarios. Cualquier sociedad que imponga limitaciones sobre el nivel de consumo y de ingresos de sus integrantes es autoritaria, y como hemos comentado anteriormente, vulnera el derecho de las personas y las organizaciones a progresar en sus condiciones materiales y no-materiales.
La sociedad del dinero se fundamenta de manera ineludible en una carrera por el beneficio económico: para que el dinero no deje de crearse y de circular, se tienen que generar continuamente nuevos puestos de trabajo, inversiones en investigación, ampliación de infraestructuras… Una carrera desesperada y frenética por la supervivencia económica en la que todas las empresas, estados e individuos se ven, lo quieran o no, implicados. Esto lleva a un estado constante de competitividad que se replica en todos los ámbitos de nuestra vida, y se justifica falazmente con la máxima de que el ser humano es un animal competitivo por naturaleza, siendo los pobres, los hambrientos y los vulnerados los especímenes más débiles, y por tanto los perdedores en esta «lucha por la supervivencia». El papel del estado en este escenario no es el de combatir o subvertir este sistema, sino el de perpetuarlo haciéndolo más tolerable, aliviando y corrigiendo la injusticias inherentes a esta «lucha por la supervivencia económica», pero sin que sus medidas correctoras pongan en cuestión al estado y a la sociedad del dinero que salvaguarda y de la que depende.
La sociedad del dinero se basa en el arte de la creación y la gestión del mismo, en competición con su entorno humano y natural. Sin entrar en profundidad en la ingente cantidad de recursos que esto supone (desde la publicidad y el marketing hasta los estudios de mercado, pasando por las agencias de inversión o la fabricación de los billetes y las monedas, que muchos países no pueden permitirse realizar con sus propios recursos), la consecuencia directa que esto tiene es, como ya hemos apuntado, la de una sociedad basada en relaciones de competitividad entre todos los elementos que la componen. En la carrera por la supervivencia, donde el beneficio económico es la meta, todos nos convertimos en competidores, en los impedimentos para otros que buscan el beneficio económico a través de nuestros mismos medios.
Para entender las consecuencias de esto pongamos por caso un albañil, el cual descubre una nueva técnica para levantar muros más resistentes y con un menor gasto de material. En la sociedad del dinero se consideraría que estaría cometiendo un error si compartiese con los demás profesionales del sector su conocimiento, ya que el ahorro en los costes y el mejor resultado, le supondrán una ventaja frente sus competidores y por tanto mayores ganancias. Su beneficio individual dependerá de que lo descubierto no llegue a oídos de su competencia, es decir, de que el beneficio individual no se transforme en beneficio colectivo.
Este hecho se reproduce de manera análoga en el resto de ámbitos de la sociedad del dinero, a pequeña y a gran escala, entre autónomos, pequeñas empresas y multinacionales, y es la razón de ser de la sociedad del dinero: el beneficio individual no es el beneficio colectivo, sino que el primero se da en detrimento del segundo y al revés. Esta realidad, que encierra gran parte de las injusticias de nuestra sociedad actual, nos separa, nos enfrenta y nos da razones para, si queremos prosperar en ella, competir, en vez de colaborar y compartir. Una actitud que a parte de suponer una manera ineficiente de aprovechamiento de los recursos, no tiene sentido en un planeta con unos recursos limitados. A poco que reflexionemos caeremos en la cuenta de que lo más lógico es distribuirlos equitativamente, en lugar de seguir malgastándolos en la competición por los mismos.
Los casos contrarios, en los que el beneficio colectivo no es el individual, se dan continuamente en las grandes empresas. En ellas, al mismo tiempo que se despiden trabajadores, se recortan salarios, se empeoran las condiciones de trabajo y se eliminan derechos, los beneficios aumentan. Pero esto no ocurre sólo en el ámbito empresarial. A nivel estatal, vemos a menudo cómo, cuando la población de un país sufre mayor pobreza, sus índices macroeconómicos reflejan mayor crecimiento. Así es en la sociedad del dinero, el perjuicio de unos es el negocio y el beneficio de otros.
El mensaje que esto nos arroja es claro: si queremos llegar a una sociedad que fomente (y no la dificulte, como en la sociedad del dinero) una cultura de la colaboración entre sus individuos, debemos hacer que el beneficio individual conlleve el beneficio colectivo, y viceversa.
Las empresas agroalimentarias han cosechado ingentes beneficios a costa de los agricultores, de nuestra salud y de la salud del ecosistema. Los intereses económicos de unos conllevan la dependencia y la pobreza de los agricultores, y las enfermedades y la malnutrición de los consumidores. Lamentablemente este es sólo un ejemplo de cómo el avance del capital es lo contrario del avance del ser humano.
En la industria farmacéutica, por ejemplo, se generan inmensos beneficios económicos a partir de la medicalización de la sociedad, distribuyendo medicamentos respaldados por sus propias investigaciones, cuyos resultados son manipulados para minimizar los riesgos y maximizar los beneficios. El conflicto de intereses es evidente: si realmente trabajaran por nuestra salud su volumen de negocio sería cada vez menor. Qué decir de la industria armamentística, un sector cuyos dividendos suben con cada conflicto, o de la industria tecnológica, un área en la que, dejando a un lado el enorme coste medioambiental derivado de la extracción de sus componentes, se crean, con más ahínco que en otros, necesidades artificiales de productos con prestaciones duplicadas. ¿Es acaso uno de los mayores retos de nuestra sociedad, incorporar en un dispositivo que cabe en nuestro bolsillo GPS, internet, llamadas, reproductor de vídeo y de sonido, grabadora…? No, no es ningún caso un avance fundamental, sin embargo la inversión existente en la industria de los teléfonos inteligentes supera muchas veces la dedicada a problemas mucho más acuciantes, como la investigación en la cura de enfermedades. Estos son sólo algunos de los ámbitos productivos de la sociedad del dinero en los que una vez más se nos demuestra que en la sociedad del dinero el beneficio económico es contrario al bienestar humano.
En la sociedad del dinero las posibilidades (proyectos, actividades, formación, posesiones que una persona puede realizar o adquirir) parten de éste, y no del individuo. Para entender esto imaginemos a dos personas amantes del arte en la sociedad del dinero. Mientras que la primera dispone en abundancia de este la situación económica de la segunda es mucho más modesta. En la sociedad del dinero, los cuadros que tengan colgados en su casa, las exposiciones que visiten y las clases de pintura que puedan recibir, dependerán fundamentalmente de su dinero, y no de otros factores humanos. Dará lo mismo, en la sociedad del dinero, que el que dispone de menos dinero tenga un gran gusto por el arte, disfrute enormemente de las exposiciones, o aporte un punto de vista nuevo a la crítica de obras de artes. Todo eso, es decir, los aspectos humanos y no económicos, pasan a un segundo plano en la sociedad del dinero.
En cambio, y aquí radica una de sus grandes virtudes, en la sociedad del afecto y el conocimiento, todo lo que se quiera disfrutar, aprender, experimentar y tener, en relación al mundo del arte, o respecto a cualquier otro ámbito, dependerá única y exclusivamente de las virtudes fundamentalmente humanas que cada uno desarrolle, y no de su productividad económica. De esta manera nuestro amante del arte sin blanca dejará de depender del dinero de su bolsillo para pasar a depender, en la sociedad del afecto y el conocimiento, de cómo desarrolle sus habilidades más puramente humanas para aprender pintura e historia del arte, para construir un entorno artístico, para conocer artistas locales, para visitar exposiciones y fomentarlas… Es a esto justamente a lo que nos referimos cuando hablo de traspasar las posibilidades que están en el dinero a las personas.
Tenemos que construir una sociedad en la que cada individuo, junto con sus intereses, su capacidad de trabajo, su esfuerzo, su creatividad, su ilusión y sus habilidades sociales para colaborar con otros con sus mismas inquietudes, sea el artífice de sus propias posibilidades. Ahora, por desgracia, lo fundamental es nuestra capacidad de producir dinero para, a partir de este, poder desarrollar el resto de posibilidades que dependen de este.
La única recompensa justa (y valiosísima) para nuestro trabajo, es la que encontramos en su realización, en el resultado del mismo y en el uso y bienestar que comporta. La obtención de una retribución económica es una injusticia con nosotros mismos y con las personas de nuestro entorno.
En primer lugar, es fundamental que tomemos conciencia acerca de un hecho incontestable: no hay dinero que pueda suplir el tiempo de nuestra vida dedicado al trabajo, ya que el dinero es siempre una recompensa para disfrutar del futuro, a cambio de sacrificar un presente que nunca podremos recuperar. ¿Cómo hemos podido permitir esto? Hemos olvidado el valor inconmensurable que tiene cada momento de nuestras vidas, momentos que jamás podremos volver a vivir siendo las mismas personas. No permitamos que el mercado ponga precio a nuestro tiempo. ¡Estamos sacrificando instantes únicos del presente, que jamás podremos volver a vivir de la misma manera! ¿Y a cambio de qué? ¿De vivir un futuro? No, vivamos cada instante presente ahora, asignándole a cada cosa que hagamos el valor que queramos, convirtiendo para ello nuestro trabajo en un fin en sí mismo, en lugar de en un medio para obtener dinero.
Démonos cuenta: ninguna suma de dinero puede igualarse a ningún momento de nuestra vida, por grandes o pequeños que estos sean. Jamás nos podrán devolver el tiempo invertido, los años gastados… Pero no sólo nuestro tiempo, tampoco nuestra experiencia, nuestras habilidades, nuestro esfuerzo… pueden ser recompensados justamente en forma de dinero, son factores todos ellos a los que no se les puede asignar un valor económico justo. El individuo, y solamente él, debe ser quien determine cuál es el valor que quiere dar a su trabajo, y ni la rentabilidad ni el mismísimo mercado deben hacerlo.
En el momento en que un individuo o grupo de individuos, como por ejemplo futbolistas, grandes empresarios, actores y otros profesionales que en nuestra sociedad rentabilizan su trabajo con grandes sumas de dinero (de forma honrada o no), éstas son inherentemente injustas por exceso, ya que otorgan a quienes las reciben un injusto poder, el que les da la capacidad de interferir en las condiciones de vida de un gran número de personas. Con sus decisiones acerca de cómo, en qué y cuando invertir su dinero o dejar de invertirlo, afectan a la vida de numerosas personas, lo cual es a todas luces inadmisible. Estos sujetos y sus familias, son quienes realmente controlan el rumbo que en cada momento toma nuestra sociedad, fomentando u obstaculizando con el poder de su dinero unas u otras iniciativas. Esto dentro de nuestra sociedad, pero con respecto a sociedades del Tercer Mundo, somos los ciudadanos de a pie, los situados en esa posición de privilegio y de poder abusivo, ejercido en gran medida a través de nuestros hábitos de consumo.
A este respecto es necesario apuntar que legislar acerca de la máxima cantidad de dinero que cada individuo debe percibir en los distintos casos es una batalla perdida de antemano. Es imposible alcanzar un consenso acerca de qué es un sueldo justo, o cual es el porcentaje justo que corresponde al heredero, o cuál es el máximo valor que puede adquirir un patrimonio, partiendo del hecho de que quienes han amasado estas riquezas, lo han podido hacer honradamente, y simplemente haciendo uso del derecho a la libertad que tienen sobre el uso de su dinero. A esto se suma el hecho de que el consumo de recursos que su dinero les permite llevar a cabo es desproporcionado con respecto a los recursos que utiliza el resto de la población, e injusto desde el momento en que el límite ecológico del planeta hace que sólo unos pocos puedan permitírselo. Como siempre, cuando intentamos construir una sociedad equitativa y justa, el dinero nos da más dificultades que facilidades.
Por otro lado la retribución en forma de dinero es injusta por defecto en los casos en que el individuo podría disfrutar de mayor libertad, bienestar y en resumen, una vida más plena, si sus manos recuperasen su capacidad para proporcionarse su propia dignidad fundamental (alimento, ropa, vivienda…), en lugar de dedicarse a trabajar para los que manejan el dinero, y consumir los productos que estos le venden. La mayor parte de nosotros seríamos mucho más libres (y seguramente disfrutaríamos de mayor bienestar) si en lugar de ganar dinero para luego emplearlo en vivir, recuperásemos nuestro poder para proveernos de lo necesario. Recordemos que, una vez cubiertas por nosotros mismos nuestras necesidades básicas habremos ganado una libertad enorme para desarrollar nuestras propias inquietudes, vocaciones, intereses… Ahora, sin embargo, dependemos de los que poseen la mayor parte del dinero de nuestra sociedad para vivir de una u otra manera en ella.
Un ejemplo ilustrativo de esto es el del agricultor. Ha pasado, durante nuestra historia reciente, de cultivar sus propios alimentos para la alimentación de su familia y vender sus excedentes, a cultivar monocultivos de manera industrial, vendiendo lo cosechado en el mercado y empleando el dinero obtenido para vivir. En este cambio, el agricultor ha perdido la soberanía sobre lo que come, y la soberanía sobre la recompensa de su trabajo. Ahora, por la misma cantidad de alimento cosechado, le pueden dar a cambio una cantidad muy variable de dinero. Un mayor esfuerzo, o un mayor tiempo dedicado, ya no le suponen mayor riqueza como originariamente le suponían, porque ha dejado de ser dueño de la recompensa de su trabajo.
Uno podría pensar: puede que sea cierto, pero a pesar de ello parece que hay muchas personas felices con sus sueldos. En primer lugar, el conformismo se camufla fácilmente de felicidad. En la sociedad actual las personas viven lo establecido, según las normas establecidas: trabajan para ganar dinero, dinero que gastan para vivir. Podrán decir que son felices, y aunque no podemos decir que no lo sean, si podemos tener dudas razonables acerca de que, en todos los casos, todas sus aspiraciones hayan encontrado satisfacción simplemente conformándose a aceptar lo establecido y perpetuándolo con su estilo de vida. Son más que probables grandes dosis de conformismo, en una sociedad donde las opciones se escogen y no se crean. Es este conformismo el que francamente creemos que se confunde fácilmente con la felicidad.
Dejando estas consideraciones a un lado, una de las estrategias más eficaces que inconscientemente utilizamos para convencernos de que el sueldo que recibimos a cambio de nuestro trabajo es justo, es el valor relativo que le damos. Si este es mayor que el de las personas de nuestro entorno, o mayor que el de los profesionales de nuestro ámbito, o mayor que el de nuestros padres y nuestros abuelos, entonces nos sentiremos satisfechos, disfrutaremos de una sensación de éxito. Algo más que suficiente para que quitemos de nuestras cabezas cualquier duda acerca de la justicia o injusticia que supone, para los demás y para nosotros mismos, el hecho de recibir una recompensa en forma de dinero por nuestro trabajo.
Una de las principales ventajas de la sociedad sin dinero, la sociedad del afecto y el conocimiento, es que en ella nuestro trabajo no se retribuye económicamente en forma de dinero, sino que su recompensa se encuentra en la realización y el resultado del mismo, junto con el uso y el bienestar que comporta. Esto hace que no corramos el riesgo como sociedad de que ciertos individuos estén, gracias a su nivel económico, en posición de ejercer un poder injusto sobre las condiciones de vida del resto de individuos, conservando estos la capacidad intacta para determinar enteramente sus condiciones de vida. Por ello es tan importante que la recompensa por nuestro trabajo sea la realización y el resultado del mismo, atendiendo a las características intrínsecas de lo creado y con el valor añadido que le otorgue su uso y el bienestar que produzca.
De esta manera pasaremos a valorar nuestro trabajo atendiendo a si su realización nos llena, si creemos en lo que hacemos, si nos interesa, si nos reporta mayor felicidad o bienestar. Su valor también se verá aumentado o disminuido dependiendo de si beneficia o no a alguien más, o si su resultado puede o no ser a su vez utilizado o disfrutado por alguien. Esta, sin duda, es la recompensa más justa, y la que permite al individuo dar el verdadero valor a su trabajo y al de los que le rodean. De esta manera, cada uno tendrá aquello hacia lo que se quiera dirigir, fruto de su dedicación, esfuerzo, interés y tiempo, y resultado de su colaboración con otros. Ya no recibirá más por su trabajo la cantidad de dinero (o de cosas si hablamos de trueque, o de tiempo si hablamos de bancos de tiempo) que otros le quieran dar a cambio. Ahora es el propio individuo el único que tiene la capacidad para determinar el valor de su trabajo.
Por otro lado, desde el momento en que en la sociedad del afecto y el conocimiento los individuos se preocupan de adquirir la capacidad, individual y colectivamente, de cubrir sus necesidades básicas, están desterrando al mismo tiempo la competitividad de sus trabajos. Desde el momento en que su trabajo no es su medio de subsistencia, o lo que es lo mismo, no dependen de su productividad en el mismo para cubrir sus necesidades, pueden ejercer sus trabajos libremente, sin atender a la lógica de la rentabilidad en un mundo competitivo, en el que comes o te comen. Pueden simplemente trabajar libremente en lo que les apasiona, les inquieta, centrándose en mejorar su bienestar y el de quienes les rodean.
Aunque se aconseja leer los restantes artículos presentes en esta web podemos aquí esbozar algunas virtudes de los intercambios indirectos que se dan en la sociedad del afecto y el conocimiento. A diferencia de la naturaleza que el dinero imprime a los intercambios, en lo que se cambia dinero por bienes o servicios de una forma y en un tiempo determinados, los intercambios de la sociedad sin dinero son indirectos, ya que quien da un bien o servicio en ella lo vierte en un todo, el cual puede ser su comunidad, una Bolsa de Necesidades y Capacidades… La recompensa por esta aportación no está estipulada, si no que le volverá en una forma y tiempo indeterminados, sin ser en ningún caso un acto altruista. Dado que en la sociedad propuesta, los individuos viven en estrecha interdependencia, el bienestar individual depende del colectivo y al revés. Esto supone que todo aquello que uno aporte, le será devuelto, ya que estará enriqueciendo a aquellas personas de las que él mismo depende. Los intercambios indirectos imitan la naturaleza de los intercambios en nuestras relaciones personales. En ellas invertimos tiempo y esfuerzo sin esperar algo concreto a cambio, pero en cambio sabiendo que antes o después la dedicación invertida en las personas de cuya felicidad, bienestar y amor dependemos nos será devuelto.
Antes de concluir este apartado es importante añadir que, para alcanzar estos cambios de paradigma en lo relativo a nuestro trabajo, es necesario que desterremos de una vez la falsa idea de que el ser humano necesita de un incentivo, en este caso dinero, para crear. Observad la fertilidad de las manos de los niños y veréis que es una falacia. El ser humano es creativo por naturaleza, es esta sociedad la que limita la mayor parte de su instinto creador para convertirlo en una pieza, que haga una tarea específica en la cadena de montaje que es la sociedad del dinero.
Para ilustrar este concepto, imaginemos que reconstruimos nuestra sociedad desde cero, partiendo todos nosotros de la misma cantidad de dinero. Con nuestro trabajo y nuestro consumo le otorgaremos su verdadero valor, ya que sin ello serán sólo papeles impresos y metales grabados. Pongamos por caso que, dado que hemos aprendido de nuestro errores, competimos entre nosotros económicamente, pero de la manera más ética posible: tratando de ofrecer la mejor calidad en nuestros productos, sin precios abusivos ni para el consumidor ni para el fabricante, dando el mejor trato al medioambiente, con las mejores condiciones de trabajo posibles… No obstante, esto no evitará que algunas iniciativas empresariales fructifiquen y otras no tengan éxito. Algunas optarán por fusionarse, para ofrecer un mejor servicio o producto y llegar a más clientes. Otras preferirán actuar solamente en el ámbito local.
En cualquier caso lo que se irá produciendo a lo largo de este proceso, será una paulatina concentración de dinero en las manos de aquellos que sepan gestionarlo mejor. En otras palabras, el uso del dinero siempre lleva a una estratificación de la sociedad, incluso en aquellos hipotéticos casos en los que se partiera de una situación de total igualdad. En los estratos superiores, se sitúan aquellos que han gestionado mejor su dinero, y por tanto han acumulado poder y riqueza, en la parte inferior de la pirámide, se sitúan aquellos que han sido menos hábiles a la hora de sacar rendimiento a su dinero. Los individuos de los estratos inferiores, necesitan del trabajo y el dinero que les proporcionan los de los niveles superiores, mientras que estos necesitan de la mano de obra y el consumo que les proporcionan los de los pisos inferiores.
Démonos cuenta de que:
– Se llega a este escenario incluso partiendo de sociedades totalmente igualitarias, por el uso del dinero y a través de la competitividad que se genera inevitablemente alrededor del mismo. Incluso con el comportamiento más ético y sostenible posible por parte de sus integrantes estos, al elegir articular su sociedad a través del dinero, tendrán sí o sí, para obtener un beneficio económico, que competir con aquellos que ofrezcan productos y servicios similares a los suyos. Por muy honrada que sea esta carrera por el beneficio económico, dará siempre lugar a perdedores y ganadores, lo que conllevará la estratificación progresiva de la capacidad adquisitiva de la población. Esta es la manera natural de evolucionar que tienen las sociedades que utilizan el dinero.
– La creación y uso del dinero dan al individuo una libertad que tiene todo el derecho a ejercer (siempre y cuando no vulnere la libertad e integridad de los demás y del entorno), y es en ella donde se encuentra la raíz de un dilema insalvable. El desarrollo de esta libertad, que cada individuo o colectivo posee sobre la gestión del dinero obtenido, es dañina para la sociedad incluso si este es ganado honradamente, ya que termina por estratificarla. Esto hace que todas las medidas que se tomen dentro de las sociedades del dinero, para aliviar las consecuencias de la jerarquización producida por el uso del mismo, se vean obligadas a tratar de limitar la libertad que cada persona o grupo tienen sobre su dinero. Así, se llega a un dilema sin solución satisfactoria: ¿reducir la desigualdad limitando el derecho a la libertad sobre el uso del dinero o dar total libertad sobre su utilización, pero asumir una sociedad profundamente estratificada y desigual? Las sociedades del dinero han optado tradicionalmente por una postura intermedia: limitar sólo hasta cierto punto la libertad del individuo sobre su dinero, sin llegar a resolver la desigualdad de la sociedad, pero aliviándola parcialmente. Vamos, ni una cosa ni la otra.
– Una vez que se asume el uso del dinero, la jerarquización de la sociedad no sólo es inevitable sino imposible de eliminar, ya que se crea una dependencia de “los de abajo” por “los de arriba”, en la que «los de abajo» dependen del dinero y los puestos de trabajo que les proporcionan «los de arriba», y donde “los de arriba” dependen de la mano de obra y el consumo de “los de abajo”. Claro, si estos, “los de abajo”, caen en la cuenta de la injusticia de una sociedad desigual y se organizan, protestan, desobedecen… “los de arriba” podrán llegar a tambalearse y finalmente caer, pero al poco tiempo serán sustituidos por otros, ya que como hemos visto la estratificación en las sociedades del dinero es inevitable.
– La competitividad de las sociedades del dinero, lleva a las partes que lo componen a la búsqueda de la mayor eficiencia y rentabilidad. No obstante, la rentabilidad económica, englobada como hemos dicho dentro de la competitividad inherente de las sociedades del dinero, lleva a otro tipo de estratificación de la población: la estratificación del trabajo. O lo que es lo mismo, para que una empresa o, en términos generales, una sociedad, sea eficiente económicamente hablando, es necesario que cada individuo lleve a cabo una tarea específica, compenetrándose con los demás profesionales que forman parte de la “cadena de montaje”. No es eficiente en la sociedad del dinero, por poner un ejemplo, que el escritor de libros también produzca sus partes, se encargue del transporte y de su venta. Eso hace que la sociedad precise, para su correcto funcionamiento, de transportistas, obreros en las fábricas y vendedores. Para que la cadena de montaje sea lo más eficiente posible, cada parte (cada individuo) debe dedicarse a hacer su trabajo. Sin embargo, sabemos que es mucho más enriquecedor para cualquier persona, ampliar su conocimiento y experiencias al mayor número de campos posibles, adquiriendo las habilidades que le interese desarrollar, en lugar de restringirse a unas pocas tareas o ámbitos a lo largo de su vida. La sociedad sin dinero otorga esa posibilidad al individuo.
– El dinero nos pone un precio. Así es, queramos o no en la sociedad del dinero nos vemos obligados a que nos pongan o a ponernos un precio. Tenemos que poner en venta nuestro tiempo, nuestros conocimientos, nuestra experiencia, nuestras habilidades, en pocas palabras sufrimos un proceso de deshumanización, en el que la riqueza inconmensurable de nuestras características humanas son resumidas en unas cuentas cifras. Cifras que son determinadas por el mercado: si tu precio es alto, seguramente tendrás que bajarlo. Da lo mismo cuánta experiencia o conocimiento tengas cuando hay alguien que hace lo mismo por menos precio. La competitividad favorece la eficiencia en términos económicos, pero no contempla virtudes humanas que no pueden medirse, como la creatividad o la empatía, y ello nos cosifica.
– En la sociedad del dinero solo se pueden asumir dos roles, el del explotado o el del explotador. Dependiendo de la circunstancia cada individuo suele ejercer uno u otro papel. Por poner un ejemplo, los empleados de una multinacional en el Primer Mundo son los explotados de sus directivos pero los explotadores de los trabajadores del Tercer Mundo, a los que les compran productos en condiciones de semiesclavitud. La explotación puede ser flagrante o muy sutil, pero siempre existe, ya que es necesaria para la creación de una plusvalía económica.
Imaginemos, para comprender mejor la injusticia intrínseca del trabajo asalariado o trabajo por dinero, a cualquier trabajador de la sociedad del dinero. Por regla general no habrá podido establecer libremente su sueldo, su lugar de trabajo, sus clientes, sus compañeros de oficina, el precio de su servicio o producto ofrecidos… como mucho habrá podido elegir entre varias ofertas. Dicho de otra manera: habrá sacrificado la verdadera libertad, encorsetándola dentro de un número de opciones y transformándola en la pseudolibertad de la elección, en lugar de desarrollar la auténtica libertad, la basada en la creación de nuestras propias opciones. Y es que no podemos pasar por alto que poder elegir no nos hace individuos libres. La verdadera libertad se basa en la capacidad para construir nuestras propias elecciones.
A la hora de consumir, por ejemplo, nos abruman con cientos de posibles elecciones, creándonos eficazmente la ilusión de que somos realmente libres, ya que tenemos la capacidad de poder escoger entre decenas, cientos de posibles opciones. Sin embargo a la hora de determinar el fondo y forma de alguna de estas opciones nos vemos profundamente limitados. Podemos elegir, pero estamos profundamente limitados para cambiar, construir, hacer, proponer nuestras propias opciones.
Lo mismo ocurre en el aspecto laboral. Al decidir trabajar para esta o aquélla empresa, el imaginario trabajador del que hablábamos al principio de este apartado habrá tomado sin saberlo otras tantas decisiones: los alimentos que se podrá permitir, la vivienda que podrá tener, los medicamentos que podrá comprar, los viajes que podrá hacer, los bienes que podrá poseer, el tiempo personal del que podrá disponer, las vacaciones de las que podrá disfrutar e incluso la formación tanto física como intelectual que deberá adquirir y mantener a lo largo de su experiencia laboral. Para convertirse en el instrumento perfecto para ese puesto, estará amoldando su vida a las condiciones del trabajo, algo que es una injusticia consigo mismo, ya que debería ser él el que amoldase su trabajo a sus necesidades, circunstancias e inquietudes, y a las de aquellos con los que convive. La injusticia se halla por un
lado en que el trabajador trabaja, y por tanto vive, bajo las condiciones impuestas por otros y, por otro lado, al decidir recibir un sueldo comete la injusticia para consigo mismo que ya hemos comentado: no existe en términos de dinero, una retribución justa por nuestro trabajo, ya que esta es imposible de determinar (por si acaso aún dudamos de ello, hagámonos más preguntas al respecto y en seguida veremos que son imposibles de responder: ¿qué calidad de vida debe permitir un sueldo justo? Estaremos todos de acuerdo en que esté deberá asegurar alimento, ropa y vivienda, pero ¿qué alimento, qué ropa y qué vivienda? ¿Un piso, un adosado o un chalet? ¿En el campo o en la ciudad? ¿Ropa de marca o ropa de rastrillo? ¿Cuánta ropa y para cuánto tiempo? ¿Y la comida? ¿Ecológica? ¿De pequeña producción local o de grandes superficies? Todas cuestiones imposibles de resolver que hacen que lleguemos una vez más llegamos a la misma conclusión: no existe el sueldo justo porque este no se puede determinar).
En esta injusticia inherente a nuestro trabajo en la sociedad del dinero nos vemos obligados a aplicar, de manera muchas veces inconsciente, una gran dosis de conformismo, nuestra principal herramienta para sobrellevar una sociedad que ni nos convence ni nos satisface y que es, al mismo tiempo, el gran aliado de aquellos a los que les interesa que todo siga igual. Nos conformamos con nuestros días de vacaciones, con nuestros horarios, con la cantidad y calidad de bienes que podemos adquirir con nuestro sueldo, nos conformamos con los lugares que este nos permite visitar. Nos conformamos en suma, con la vida que el trabajo nos permite vivir.
Habrá quien piense que quien quiera ser realmente dueño de su trabajo tiene la oportunidad de trabajar por cuenta propia. Esta idea sin embargo es engañosa, y ni mucho menos satisfactoria por una razón fundamental: nuestro jefe en este caso, pasa de ser una o varias personas, a ser el mismo mercado. Esto implica que no podamos crear los productos que queramos, de la manera que queramos y con los materiales que queramos, sino de la manera que el mercado dicte, para que nuestra actividad sea rentable en términos económicos y no humanos.
Estas disquisiciones, sin embargo, no deben llevar a malentendido: mi pretensión no es la de rechazar el trabajo y proponer en su lugar una sociedad libre de este. Creemos que el trabajo es necesario y dignificante, pero sobre todo que es inherente a la naturaleza humana. No obstante, esto no quita que también creamos firmemente en que necesitamos alcanzar otro tipo de trabajo, que nos enriquezca, que responda a nuestras inquietudes, que nos de libertad a cambio de asumir toda su responsabilidad, que sea reflejo de nuestras necesidades y de las de nuestro entorno natural y humano. Para ello, la característica fundamental que debe cumplir, y que asegurará nuestra total libertad e independencia como trabajadores, es que nuestro trabajo no sea nuestro medio de subsistencia. De esta manera no nos veremos obligados a darle otro valor más que el que cada uno le quiera dar. Otras características que le pueden enriquecer son las siguientes:
– Un trabajo que nos cueste diferenciar del ocio, básicamente porque se trate de aquello que nos apasiona, no aquello que nos vemos empujados a hacer para subsistir.
– Un trabajo que no tenga que rendir cuentas a la rentabilidad económica, y que pueda responder únicamente a nuestras necesidades y necesidades de nuestro entorno humano/natural, y a nuestras inquietudes.
– Un trabajo arraigado a su medio ambiente, que sea un reflejo de las materias primas presentes en el mismo, y que al mismo tiempo reintegre los residuos resultantes de su producción en el entorno natural. La producción responsable y sostenible con el medio ambiente, estrá asegurada desde el momento en que la mayor parte de los medios de creación (fábricas, hospitales, institutos de investigación, talleres artesanales…) estén integrados por las personas que habitan el entorno en el que se localizan.
– Un trabajo horizontal y autogestionado, donde las decisiones sobre las condiciones laborales o de producción son tomadas por todos los trabajadores en asamblea, sin necesidad de jerarquías.
– Un trabajo que no es aquello que hacemos para poder vivir el resto de nuestra vida, sino que hace que nos sintamos vivos, porque nos hace crecer y nos enriquece.
– Los medios de creación donde se llevan a cabo las actividades laborales son de un tamaño proporcional a las necesidades de los individuos de las comunidades adyacentes, que son los que al fin y al cabo con su trabajo los mantienen. Están extendidos por ello homogéneamente en el territorio y situados en los puntos de intersección de varias comunidades, recibiendo en su mayor parte y como hemos apuntado a los integrantes de las mismas.
En la sociedad actual, el dinero lo hace todo posible. Si lo que quieres es una madera exótica para los muebles de tu casa, sólo hace falta que pagues, y la tendrás. Las leyes y regulaciones existentes sólo aumentan los costes pero, al fin y al cabo, el que ponga el dinero suficiente tendrá lo que quiera. Si en cambio quieres un teléfono inteligente, paga, y lo tendrás. Siempre habrá gente que necesite arriesgar su vida en las minas por unas monedas, gente dispuesta a contaminar el medioambiente por un beneficio económico. La sociedad del dinero es la sociedad del “pide, paga y se te concederá”. No obstante, que todo sea posible no convierte todo en deseable. Detrás de la satisfacción de nuestros deseos (la gran mayoría de las veces prefabricados por el marketing) están muchas de las injusticias de nuestro tiempo. Como consumidores sólo alcanzamos a ver el producto final y lo que nos cuentan de él, pero no podemos conocer todo el esfuerzo humano y natural invertido en este. No podemos saber las condiciones de vida de quienes extraen sus materiales, de los obreros de la fábrica, de los transportistas, de los dependientes… Todos ellos han hecho posible nuestro producto, pero ello no implica ni mucho menos, que sea lo más deseable para ellos. Personas como nosotros adoptan la forma de la pieza necesaria en la cadena de montaje que nosotros ponemos en funcionamiento con nuestro dinero. Con la satisfacción de nuestro deseo damos forma al mundo: explotamos aquí o allí, creamos unos puestos de trabajo en detrimento de otros, en definitiva, esculpimos las vidas de miles de personas. Hacemos todo posible, pero no por ello todo lo deseable.
Queremos café. Tenemos café. El agricultor en Colombia lo cultiva, abandona sus verduras y hortalizas. Lo vende al precio que determina el mercado, al precio que nosotros estamos dispuestos a comprarlo. Se endeuda para hacer su café competitivo. Compra tierras para aumentar la producción. El precio del café cae. Se da cuenta de que su vida ya no depende de él. Queremos ropa barata. Tenemos ropa barata. Queremos teléfonos inteligentes. Tenemos teléfonos inteligentes…
En cambio, en la sociedad sin dinero, las sociedad del afecto y el conocimiento, todo aquello que es posible es porque es deseable, gracias a la interdependencia a corta distancia y a la recuperación de la soberanía sobre nuestra dignidad fundamental. Dado que nos concentraremos en recuperar la capacidad para cubrir nuestras necesidades básicas, no nos veremos obligados a aceptar trabajos denigrantes, poco éticos o insostenibles. Para alcanzar el resto de nuestras necesidades, necesitaremos sí o sí, del apoyo de los demás habitantes de nuestra comunidad y las adyacentes. De esta manera, un proyecto que sólo busca el bienestar individual a costa del bienestar colectivo, nunca saldrá adelante. El individuo depende en la sociedad del afecto y el conocimiento, de la colaboración y el consentimiento de las personas con las que convive y de las que depende, lo que asegura que no pueda actuar de forma egoísta, obteniendo todo lo que desea incluso si no es deseable. Si en cambio, no supone un perjuicio para el bienestar humano y natural de su alrededor, no tendrá problema en conseguir, con esfuerzo y tiempo, lo que desea, e incluso si sus inquietudes son compartidas por otras personas encontrará otras manos y mentes con las que colaborar para conseguirlo. Así, en la sociedad sin dinero, la sociedad del afecto y el conocimiento, todo lo posible, es deseable.
Ya no somos personas, nuestra existencia está instrumentalizada. En cada momento de nuestra vida o somos trabajadores o somos consumidores, o trabajamos o consumimos, pero ya no vivimos en el significado más genuino de la palabra.
Depender del dinero, de la obtención y gestión del mismo, no incentiva nuestras cualidades más humanas, sino aquellas relacionadas con nuestra productividad. Así, pasamos nuestra vida formándonos para ser contratados, convirtiéndonos en herramientas eficientes y rentables, con los conocimientos específicos que el mercado necesita. Dicho de otra
manera nos mercantilizamos, adoptamos la forma que nos vemos obligados a adoptar para ser una herramienta utilizable. En este proceso nuestras inquietudes personales quedan en un segundo plano, lo primordial es esforzarse en ser productivo en términos económicos. Nuestra inteligencia emocional, nuestra vida interior, nuestra riqueza espiritual, nuestra capacidad para amar y ser amado, para ser feliz y hacer felices a los demás, son elementos complementarios a la persona-herramienta de la sociedad del dinero, nunca fundamentales. No podemos medir con dinero el valor de nuestras virtudes más humanas y ello las acaba marginando en la sociedad del dinero.
En la sociedad del conocimiento y el afecto, el individuo se ve empujado a desarrollar su capacidad para pensar colectivamente, para convivir y construir con los demás y, en definitiva, a desarrollar sus facetas más humanas, aquellas que nos hacen personas plenas, y no personas-herramientas.
La idea es simple: para que las empresas perduren en el tiempo, el ciclo de fabricación, uso y descarte se debe repetir continuamente, a través de necesidades conscientemente perpetuadas en el tiempo o bien a través de necesidades artificialmente creadas (también llamadas en la jerga económica “oportunidades de negocio”). ¿De qué manera se fabrican estas necesidades artificiales? Ahondando y promoviendo nuestro desconocimiento y falta de capacidad creativa. Esto, sumado a una perpetua sensación de descontento e insatisfacción con nuestra vida, (absorbida por el trabajo y con poco tiempo para la autorrealización) nos convierte en los consumidores perfectos para la adquisición de nuevos productos y servicios. Raro es el caso en que este sentimiento de insatisfacción se traduce en menos horas dedicadas al trabajo para poder dedicar más tiempo a la autoconstrucción y el autoconocimiento, tanto individual como colectivo. Un ejemplo paradigmático de esto son las cápsulas de café: lo que antes hacíamos nosotros mismos con una cafetera, un aparato sencillo y duradero que entendemos y podemos mantener nosotros mismos, ahora precisa de una máquina que no sabemos ni cómo funciona ni cómo se puede reparar, con unas cápsulas que estamos obligados a comprar a la multinacional que las produce.
Una de las formas en que estas necesidades se mantienen en el tiempo, es a través de la producción de bienes con una vida útil limitada, lo que se llama obsolescencia programada. Estos productos están diseñados de manera que, tras cierto tiempo, nos veamos obligados a volver a comprar otro producto que sustituya al obsoleto que anteriormente compramos. Diseñar para que dure “toda la vida” no tiene ningún sentido cuando de fabricar dinero se habla. Incluso en los casos en que el producto aún no ha alcanzado su vida útil, tenemos la publicidad, encargada de crear nuevas necesidades por nuevos productos, necesidades que no sabíamos que teníamos, pero que una vez que llegan se quedan. Así, la principal característica de un producto recién lanzado al mercado es su apariencia: la cual transmite novedad, modernidad… Eso es lo importante, estrenar, aunque sea algo que no tenga ninguna ventaja sustancial frente al producto anterior, aunque lo que tengamos siga funcionando perfectamente. Lo viejo siempre es peor que lo nuevo. Siempre es mejor estrenar que reparar. Porque lo importante es que sigamos comprando, que sigamos dándole el valor a su dinero. Nunca veremos un anuncio que nos anime a comprar semillas de patatas, que nos anime a coser los rotos de nuestra ropa, que en pocas palabras nos empuje a recuperar nuestra capacidad creativa. Toda publicidad busca nuestra inutilidad, en una especie de ejercicio de hipnosis: “esto es nuevo, muy nuevo, y es sofisticado, avanzado, moderno. No hace falta que te molestes en entender cómo funciona, nosotros lo hemos hecho por ti. Ahora mira cómo brilla. Es bonito ¿eh? Te lo mereces. Aprovecha, aprovecha, no es tan caro como podría ser.”
Ahondando en este tema relativo a nuestra pérdida de capacidad productiva, debemos anotar, para el que lo dude, que el trabajo no nació ni con los Amancio Ortega, ni con los Bill Gates. Este es una necesidad vital del ser humano, que ha existido y existirá siempre (y que nadie debería otorgarnos ni negarnos, nosotros mismos, con nuestras necesidades e inquietudes, deberíamos ser la fuente de nuestro propio trabajo). En cambio, lo que si ha ocurrido de manera recurrente a lo largo de la historia de las sociedades del dinero, es la instrumentalización del trabajo por parte de aquellos que con la gestión de su dinero, han ganado el poder para hacerlo. O lo que es lo mismo, a cambio de una recompensa económica, el ser humano ha permitido que se apropiaran de su trabajo, que lo convirtieran en un instrumento que no buscase el bienestar colectivo e individual sino que satisficiera los intereses de una minoría adinerada. Asimismo los deseos, intereses e inquietudes individuales de los trabajadores, al igual que su capacidad para determinar con total libertad las características de su trabajo, han quedado y quedan en un segundo plano. Lo fundamental para el trabajador, lo quiera o no, pasan a ser los ingresos de la empresa, ingresos que puedan costear su puesto de trabajo (un trabajo que ya no depende de él).
Sin embargo no podemos caer en el error. ¡El trabajo no surge ni muchísimo menos de las manos de los empresarios! Se les alaba con cierta frecuencia porque con su iniciativa crean miles de puestos de trabajo pero lo cierto es que ellos simplemente lo instrumentalizan en su beneficio. En primer lugar como ya hemos apuntado no son necesarios, ya que el trabajo es una necesidad inherente al ser humano. En segundo lugar son ellos los que necesitan que nosotros nos amoldemos a los puestos de trabajo de la cadena de montaje que ellos han diseñado. El resto de la población tenemos que adaptarnos a ellos, adquiriendo una u otra experiencia, unos u otros conocimientos, unas u otras habilidades, para adoptar las formas de las distintas piezas que la cadena de montaje precisa. Este trabajo prediseñado no es fruto de nuestras inquietudes, no parte de nuestros intereses, ni de nuestro desarrollo personal, este trabajo es lo que el dueño de los medios de producción precisa que sea o, si somos autónomos, lo que el mercado precisa que sea. Una vez más es necesario recalcar que podemos luchar todo lo que queramos contra la estratificación de la sociedad en “obreros” y “patrones”, decir que no tantas veces como queramos a que una mayoría nos veamos empujados a prestar nuestro trabajo a una minoría que posee el dinero. Pero mientras que nuestras reivindicaciones se enmarquen en una sociedad del dinero, la jerarquización será la forma que una y otra vez adopte esta, como ya hemos explicado anteriormente.
Desengañémonos de una vez. Si se han apropiado de la capacidad para crear puestos es por que nosotros la hemos perdido, hemos olvidado nuestra autosuficiencia y nuestra capacidad de autoorganización. Tenemos que volver a apoderarnos de la capacidad que siempre tuvimos para determinar las condiciones y las recompensas de nuestro trabajo, en definitiva la capacidad que siempre tuvimos para darle su valor. Para ello tenemos en primera instancia, dirigirnos hacia la autosuficiencia, o bien volviendo a los recursos naturales que una vez abandonamos, o bien trayéndolos de vuelta. Me refiero al agua, la tierra, la flora y la fauna del entorno natural. No sólo tendremos que volver a ellos, si no que también tendremos que hacer un gran esfuerzo, en pos de nuestra autosuficiencia y bienestar, por hacerlos crecer, por devolverles todo lo que en los últimos siglos de producción industrial les hemos quitado. Hablo de purificar las aguas, de repoblar bosques, de combatir la erosión y desertificación del suelo, todo ello junto a un uso eficiente y responsable de los recursos naturales; ¡cómo no podría ser de otra manera!, son nuestras condiciones de vida y la de nuestros hijos las que están en juego. En este escenario, en el que convivimos con los recursos naturales, y los mantenemos y hacemos crecer gracias a nuestra acción, podremos dirigirnos hacia la autosuficiencia a través de la autoorganización, enfocándonos en primer lugar en satisfacer nuestras necesidades básicas: alimento, vivienda, ropa y energía.
Alcanzado esto podremos seguir cultivando colectivamente la fertilidad de nuestras manos desarrollando la pequeña industria: fabricación de jabones, cremas, velas, enseres domésticos. La reparación y reciclaje serán dos actividades clave en esta recuperación colectiva de nuestra autosuficiencia. Al igual que la obtención de energía a través de placas solares térmicas, molinos eólicos u otras tecnologías alternativas y asequibles. En ningún caso este proceso pretende una vuelta al estilo de vida de nuestros abuelos, ni tampoco renegar de la tecnología que poseemos ahora, al revés, se considera que es de vital importancia conocerla, para decidir cuál queremos utilizar y cuál no, y como modificarla y repararla en los casos en que lo necesitemos. Es el propio desarrollo tecnológico y científico el que hoy hace más posible que nunca una autosuficiencia productiva que nos permita mantener nuestro bienestar. Podemos hoy más que nunca, dejar atrás los complejos procesos de fabricación industrial, que sólo buscan nuestra dependencia productiva, buscando materias primas difíciles de encontrar y de extraer, y con un procesamiento complejo que precisa tecnología e infraestructuras avanzadas. Podemos recuperar la industria de nuestros objetos cotidianos, resimplificándola, basándonos en recursos locales y procesos más sencillos y a menor escala, para que su creación nos pertenezca como les perteneció a nuestro abuelos, pero esta vez apoyándonos en un mayor conocimiento y tecnología. Las impresoras 3D o las baterías de hidrógeno, son sólo algunos de los ejemplos que nos permitirán simplificar algunos de los procesos industriales y recuperarlos. No obstante no podemos cansarnos en repetir lo fundamental que es que conozcamos profundamente las tecnologías que adoptemos, para nuestra independencia y libertad.
Una vez cubiertas nuestras necesidades básicas de manera autosuficiente y autoorganizada, disfrutaremos de mucha más libertad para configurar nuestros trabajos, atendiendo a la manera en que este va a satisfacer nuestras inquietudes, intereses y bienestar individual y colectivo.
Cuando el conocimiento es un negocio se busca su escasez, una escasez que permita crear oferta y demanda. Además, tiende a ser exclusivo y no inclusivo, en tanto en cuanto las instituciones que lo detentan se reafirman la exclusividad de su conocimiento. No buscan que su saber trascienda y se convierta en cultura general, porque entonces perderían la propiedad y el control sobre este, al igual que su capacidad de explotación del mismo. En este sentido existe un saber oficial, en detrimento del que no lo es, representado por las instituciones gubernamentales o bien por las instituciones que han recibido ese status sin pertenecer al estado (normalmente a cambio de dinero). Existe así una verdad oficial, que normalmente es la verdad que a las élites intelectuales, que comen de la mano de las élites económicas, les interesa que sepamos. Estas élites intelectuales no sólo conservan sus estatus a través de lo que saben, pero también y sobre todo, a través de lo que los demás desconocen.
En la sociedad actual no es suficiente que existan personas con ciertas necesidades, personas con los conocimientos para satisfacerlas, y recursos disponibles, quien tiene la última palabra es el dinero. Esto lo convierte en muchos casos en un factor limitante, en un impedimento para el bienestar de los individuos, incluso en los casos en que los recursos humanos y naturales necesarios para mejorarlo, existen.
Un ejemplo de los muchos que podemos encontrar: existe la necesidad de más médicos para reducir las listas de espera y además hay muchos licenciados sin plaza pero, sin embargo, al no haber dinero para contratar a más personal, la necesidad queda sin cubrir y quien podría satisfacerla se queda de brazos cruzados. Un ejemplo más: una familia llevar a cabo una reforma en su vivienda pero, a pesar de que existen profesionales que perfectamente podrían realizarla, ni unos ni otros llegan a conectar por falta de dinero. Cuando aceptamos usar el dinero como herramienta de intercambio, también aceptamos que limite nuestra capacidad como sociedad para satisfacer nuestras necesidades. A pesar de que haya carencias que cubrir, existan los profesionales que puedan cubrirlas, y se den los recursos necesarios, la falta de dinero evita que las tres partes puedan unirse, ¡cuando sin embargo la riqueza humana y natural se da!
En la sociedad del afecto y el conocimiento, liberados nuestro trabajos de las limitaciones del dinero, quienes necesitan podrán asociarse sin impedimentos con quienes ofrecen.
El dinero favorece las actividades que son rentables en detrimento de aquellas que, aunque suponen un bienestar para la mayoría, no se pueden rentabilizar económicamente. Si en cambio la actividad puede ser rentabilizada, pasará de beneficiar a la mayoría a ser instrumentalizada para servir al interés económico de unos pocos, corrompiendo su intención inicial. Por ello, los proyectos nacidos para el bienestar común se ven obligados, en la sociedad del dinero, bien a desarrollarse contracorriente y desafiar a duras penas la lógica económica imperante, o bien a pasar a formar parte de ella.
El uso del dinero nos lleva a desconfiar de todo y de todos. En nuestros trabajos tenemos sindicatos, que nos defienden de las acciones injustas de los empresarios, los cuales a su vez se acogen a la patronal, que guarda sus intereses. Lo mismo pasa con las empresas y los consumidores, unos tienen sus asociaciones de protección al consumidor, los otros tienen sus cámaras de seguridad, sus vigilantes y sus abogados. Los bancos estudian a sus clientes y los riesgos de que no devuelvan lo prestado, y estos a su vez se preguntan si sus ahorros estarán seguros. La policía, el ejército, protege al ciudadano, y el ciudadano se pregunta: “¿de qué? Nunca morderéis la mano de quien os da de comer, la misma que para pagaros a vosotros cierra escuelas y hospitales, creando los criminales que luego nos prometéis perseguir. Necesitáis de la delincuencia para justificar vuestro trabajo”.
Vivimos en un mundo marcado por la desconfianza, donde los intereses de unos chocan con los intereses de otros. Donde nos tenemos que preguntar constantemente, seamos integrantes de cualquiera de las partes enfrentadas: ¿qué quieren de mí?, ¿cómo puedo sacar beneficio?, ¿qué ganan con esto?, ¿dónde está la ganancia?, ¿me quieren engañar?… En la carrera por la supervivencia económica, todos nos convertimos en los obstáculos o los instrumentos para el beneficio económico del resto.
El mecanismo de la sociedad del dinero para obtener riqueza se basa, aunque parezca paradójico, en la escasez artificialmente creada, alimentando necesidades y creando otras nuevas en la población. Los poderes económicos y políticos, han buscado y buscan una pérdida progresiva pero inexorable de la capacidad creadora de la población, tanto para suministrarse su propia dignidad (perdiendo la soberanía sobre sus alimentos, ropa y vivienda), como para participar en el desarrollo científico-tecnológico. Creando necesidades que antes no existían, la sociedad del dinero consigue obtener beneficio económico donde antes no lo había, haciendo que aparezcan en consecuencia empresas y puestos de trabajo para cubrir las necesidades creadas artificialmente en la población: cultivar los alimentos que ya no pueden cultivar, proveerla de la tecnología que tradicionalmente ha producido y conocido…
Ésta pérdida de capacidad creadora, se ha conseguido, en su mayor parte, alejándonos de las fuentes de sustento y empujándonos hacia los núcleos urbanos, donde nos hemos visto obligados, lo queramos o no, a ser altamente dependientes:
– Mercantilizado y limitando el conocimiento y la información (bienes por definición imperecederos y reutilizables, convertidos artificialmente en bienes escasos para el lucro económico), haciendo desaparecer el legado de sabiduría que de manera oral dejaba una generación a la siguiente.
– Fomentando nuestra especialización para puestos de trabajo cada vez más compartimentados, que además de aumentar nuestra dependencia (un conocimiento cada vez más concreto, disminuye nuestra capacidad para paliar nuestra dependencia en otros ámbitos) nos instrumentalizan, convirtiéndonos en medios donde el fin no somos nosotros mismos, nuestro enriquecimiento espiritual, sino la consecución de un beneficio económico ligado a una determinada productividad. A esto hay que sumar el hecho de que las jornadas laborales nos limitan enormemente el tiempo para dedicarnos a nosotros mismos, vaciándonos.
Estos y otros mecanismos de pérdida de la capacidad creadora de la población, ha conllevado y conlleva una cada vez mayor dependencia del individuo para las más mínimas necesidades, acompañado en todos los casos de la consiguiente creación de puestos de trabajo y de riqueza ficticia por parte de los poderes de la sociedad del dinero. Las estrategias de la publicidad y el marketing para hacernos creer que necesitamos ciertos productos se suman y refuerzan los mecanismos ya citados.
Por otro lado, cuando las necesidades artificialmente creadas se llevan hasta el extremo, aparece la pobreza. Ésta interesa a los poderes de la sociedad del dinero porque genera un gran beneficio económico: la pobreza proporciona una mano de obra barata y sumisa, a cambio de sueldos denigrantes (a veces incluso en forma de comida). El pobre es, además, un individuo fácilmente manipulable, en primer lugar porque las consideraciones morales no dan de comer a nadie, y en segundo lugar porque su acceso a la educación y a la información está muy limitado.
Merece la pena volver a recalcar que, lo que persiguen estos mecanismos llevados a cabo por los poderes de la sociedad del dinero, es el beneficio económico a través de una pérdida de libertad del individuo: destruyendo su capacidad para suministrarse su dignidad fundamental, limitando su acceso libre a un conocimiento mercantilizado, imposibilitando su participación en el desarrollo de la tecnología circundante e impidiendo que se articule en formas de organización que nieguen cualquier autoridad. Éste proceso de pérdida de libertad es inexorable. La sociedad del dinero precisa, para crear beneficio económico (que se concentra cada vez en menos manos) una precariedad de su población siempre mayor, seguida inevitablemente de una pérdida de libertad.
No obstante es, ante este escenario de precariedad generalizada y creciente, cuando se hace más factible una búsqueda de respuestas alternativas por parte del individuo o, hablando en términos más coloquiales: verse sin un duro en el bolsillo será un importante acicate para buscar formas de vivir y convivir alternativas al dinero.
Para que el cambio sea posible uno de los pasos que deberemos, dar será tomar conciencia sobre cómo nuestra libertad está íntimamente ligada a la soberanía sobre nuestras necesidades, y por tanto al fin de la sociedad sin dinero.