21 Abr Convivencia y autoridad
Aunque algunos podrán ver en una sociedad sin autoridad violencia o caos, yo veo una oportunidad para que las normas de convivencia se construyan desde el interior del individuo y, partiendo de una constante reflexión moral, se proyecten hacia el exterior, donde las distintas visiones sobre lo que es justo, lo que es beneficioso para el grupo y para la persona, lo que es éticamente aceptable y lo que no… desembocarán en un inevitable consenso. Este acuerdo colectivo, que podrá costar más o menos alcanzar, debe su inevitabilidad a la dependencia absoluta de cada individuo con su comunidad, y esta a su vez, a la dependencia con las comunidades adyacentes.
Ya no hay sindicatos que negocien por nosotros, estados que velen por el cumplimiento de nuestros derechos, organizaciones sin ánimo de lucro que luchen contra las desigualdades. En la sociedad sin dinero lo único de lo que cada ser humano puede depender es otro ser humano, o lo que es lo mismo, su pequeña comunidad, y por tanto se ve impelido continuamente a, en primer lugar, realizar un ejercicio reflexivo que construya su propia moral y, en segundo lugar, a hacer un esfuerzo por poner en común sus principios con los del resto y crear así un marco de convivencia, una comunidad en la que el crecimiento personal de uno supone el enriquecimiento del grupo (y al revés), sus debilidades las debilidades colectivas (y viceversa), una comunidad de la que en definitiva el individuo pueda depender (y que al mismo tiempo depende de él).
Las flaquezas de una sociedad basada en unas normas que emanan de una autoridad son varias. En primer lugar debemos hacernos la siguiente pregunta: ¿es éticamente aceptable un sistema en el que el individuo se vea obligado a acatar los designios de unas autoridades y unas estructuras de poder instauradas con anterioridad y no elegidas por él? En segundo lugar, debemos ser conscientes de que el gran tamaño de los actuales países (tanto en población como en extensión) es uno de los hechos que hacen ineludible la existencia de una autoridad. En cambio, gracias al reducido tamaño de las comunidades que se proponen, que por su pequeño tamaño pueden basarse en una democracia horizontal sin representantes políticos.
Por otro lado, y dejando a un lado los abusos a los que ya estamos acostumbrados por parte de los dirigentes políticos, la autoridad, inserta en la sociedad del dinero, corre continuamente el riesgo de sucumbir a los deseos de los poderes del capital. Una democracia jerarquizada como la que tenemos ahora, significa, entre otras muchas cosas, facilitar el trabajo a las élites económicas para que se haga su voluntad: es mucho más sencillo chantajear a los 20, 50, 100 políticos que forman un gobierno que a toda la población de un país.
En segundo lugar, en las sociedades actuales se crea y fomenta un sentimiento de dependencia hacia la autoridad (de la que emanan las leyes y articula los consiguientes organismos que aseguren su cumplimiento) y una necesidad de justificación de la misma. El individuo confunde el orden creado por los agentes económicos, políticos… ajenos a él mismo, y que responde a una defensa de sus propios intereses, con el orden más deseable para su bienestar y el de su entorno, convenciéndose de que debe justificar a la autoridad para que mantenga unas normas sociales en cuya construcción nunca ha participado (o si lo ha hecho, ha sido en un porcentaje ridículo comparado con el total de las normas que le afectan).
Así, a pesar de todas las razones que el individuo acumule para no defender a la autoridad, la continuará defendiendo. La pregunta es, ¿hasta cuándo? Hasta que caiga en la cuenta de que tiene más que ganar cuando él mismo sea, en consenso con los individuos con los que convive, el origen de las normas bajo las que actúa y con las se relaciona con los demás. Ese momento puede estar más cerca de lo que pensamos, gracias al resquebrajamiento de la tríada trabajo – consumo – deuda. La cada vez mayor escasez y peor estado de los recursos, provocada por un sistema basado en la explotación de recursos, está haciendo que el desarrollo ya no pueda medirse en un consumo siempre mayor. A esto está ayudando la pérdida de capacidad adquisitiva, tanto por la obsolescencia del trabajo humano frente a los avances tecnológicos, como por la enorme deuda que se ha trasvasado a los ciudadanos en forma de impuestos y recortes sociales. Deuda generada por los agentes económicos en connivencia con las autoridades políticas para crear más dinero sin que exista más riqueza, para seguir creciendo en un mundo de recursos limitados y seres humanos de productividad limitada.
Una vez que el individuo acepta y justifica la autoridad, su moral puede circunscribirse al correcto acatamiento de las leyes, normas, reglamentos… existentes. Esta moral dictada y aprendida desde fuera y hacia dentro, le basta al individuo para que su comportamiento sea considerado como correcto o cívico en las sociedades del dinero. Podrá ser egoísta, intolerante, individualista, interesado… o tener cualquier otra característica que mine la convivencia, las relaciones más puramente humanas, sin embargo, mientras que pague sus impuestos, respete el reglamento de viajeros en el tren, no altere el orden público con su desnudo y se manifieste en orden y forma preestablecidos, será más que apto para formar parte de la sociedad del dinero.
En este contexto, ¿qué escenarios se abren para el desarrollo de una moral propia en la sociedad sin dinero? En la sociedad propuesta la moral individual es auténtica, alcanzada tras un continuo ejercicio de profunda reflexión. Su dirección es la contraria a la moral actual inspirada en las normas dictadas por las autoridades: de dentro hacia fuera. O lo que es lo mismo, la convivencia no se construye sobre las múltiples conjugaciones del binomio “mandar” y “obedecer” (mando lo que me mandan, mando que obedezcan, obedezco lo que me mandan…), si no sobre el círculo infinito, reflexionar – contrastar – actuar consecuentemente – reflexionar – contrastar – etc. Esta manera de articular la convivencia, que alude al espíritu crítico y a la empatía más elemental, tiene a la reflexión individual, sobre los valores y principios a través de los que un individuo quiere guiarse, como elemento imprescindible antes de la necesaria puesta en común de sus distintas posturas, en los procesos colectivos de búsqueda de soluciones. Esta puesta en común, este consenso, impelido a producirse ante los continuos retos que plantea una vida interdependiente, sirve para alcanzar las normas sociales, propias de cada comunidad y necesarias para articular su convivencia. Habiendo surgido del propio individuo, y habiendo sido este partícipe en el consenso alcanzado y en su realización, tenemos casi asegurada el cumplimiento de estas normas, lo que anteriormente hemos llamado “actuar consecuentemente”.
Este proceso como ya se ha indicado no tiene fin, y se repetirá tantas veces como retos surjan en la convivencia dentro y entre comunidades. Esto fuerza por un lado al individuo a estar constantemente activo moralmente, o lo que es lo mismo, le empuja a replantearse continuamente sus principios con una actitud crítica, reflexiva, introspectiva, en relación a todas los hechos sociales de su entorno, con el objetivo no sólo de ser capaz de analizar y comprender los hechos y actitudes que le rodean, sino además para estar preparado para los momentos en que haya que abordar colectivamente los problemas derivados de la convivencia y se precisen propuestas, distintos puntos de vista, etc. Por otro lado, este círculo infinito de responsabilidad moral colectiva, otorga mucha flexibilidad a las normas sociales que regulan las comunidades: estas, al partir de decisiones alcanzadas sin jerarquía, sin burocracia, sin autoridad, o simplemente, horizontalmente (con la reflexión individual como semilla), están totalmente abiertas a ser, en cualquier momento, replanteadas por los mismos integrantes de la comunidad, que las consensuaron o, lo que es seguramente más importante, replanteadas por las generaciones posteriores, que viven retos distintos que necesitan de distintas soluciones de convivencia.
En la sociedad sin dinero el fenómeno de “la persona legal pero humana y socialmente pobre”, en el que lo fundamental es cumplir las normas, limitándose a las obligaciones como ciudadano, no tiene cabida alguna. No sólo por que la sociedad sin dinero niega la necesidad de una autoridad sino, lo que es más importante, porque es posible sólo cuando el individuo participa en ella en todas sus dimensiones. La actividad de cada individuo, a falta de las instituciones tradicionales, tiene que darse forzosamente en términos de dependencia, intercambio, enriquecimiento… con los restantes integrantes de su comunidad y las comunidades adyacentes. Esto exige del individuo mucho más que el simple desarrollo de sus facetas productivas y el cumplimiento de las normas establecidas. Este se ve empujado a involucrarse en su entorno social a través de otras muchas maneras, por medio, por ejemplo, de su dimensión creativa (como la creación de su propio ocio), su dimensión pedagógica (como la enseñanza de unos conocimientos), su dimensión comunicativa (como la transmisión de unas ideas en una asamblea), su dimensión colaborativa, su dimensión resolutoria de conflictos, etc. Estas y otras muchas más, son caras del poliedro humano, que se reflejan en la sociedad sin dinero y son parte inherente de la misma, convirtiéndola en un sistema abierto, vivo, cambiante, adaptativo, permeable, complejo y nunca definitivo. Al igual que los seres humanos que la integran, de la misma manera que el entorno natural con el que convive.
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