Creámonos creémonos libres | Los derechos que nunca conquistamos y cómo alcanzarlos realmente
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Los derechos que nunca conquistamos y cómo alcanzarlos realmente

De los derechos que creímos conquistados, como el derecho a la justicia, la libertad o la educación, realmente sólo tenemos su concepto, su significado, la compresión de que son inherentes a la condición humana. Pero no tenemos más, son palabra para un hecho inexistente. Hasta ahora los derechos no han sido verdaderamente conquistados, porque no han sido una responsabilidad nuestra sino responsabilidad del dinero: es este el que ha satisfecho nuestro derecho a la vivienda, a la educación, al trabajo. Ahora comprobamos en nuestra piel que cuando este falta, se han quedado en conceptos sin ninguna aplicación, se han quedado en derechos vacíos.

Antes de profundizar en este pensamiento debemos subrayar la frase: «inherentes a la condición humana». ¿Pero porqué es importante hacer hincapié en esto? Porque tenemos que ser conscientes de que los derechos existirán siempre, ya que surgen de la misma persona, y no de leyes, tratados, documentos, tribunales o estados. Si asumimos que parten de la condición humana, y que nada ni nadie puede dárnoslos o arrebatárnoslos, cuando cualquiera de nuestros derechos como personas sean vulnerados por el estado o ley de turno, sabremos que esto no implica su desaparición, ya que surgen de nosotros mismos, siendo nuestra responsabilidad para con nosotros y los demás, ejercerlos, promoverlos, ampliarlos y defenderlos siempre. Tampoco nos deberían satisfacer los estados o leyes que supuestamente salvaguardan nuestros derechos. Como ya he repetido, estos surgen de nuestra condición, y no hace falta nadie que venga a recordarnos que podemos ser libres, que podemos expresar nuestra opinión o acceder a la información, al igual que nadie nos puede decir que tengamos o no tengamos hambre (pero sí será responsabilidad nuestra satisfacer esta sensación, y parar de comer cuando el cuerpo nos lo diga).

¿A dónde quiero llegar con todo esto? A que tenemos que dar un nuevo paso. Se han formulado nuestros derechos, pero aún queda ser plenamente conscientes de ellos y actuar consecuentemente. Nos dicen que tenemos un montón de derechos, y nos quedamos tan satisfechos. Pensamos: «bien, el Estado defenderá mi derecho a la educación, o a la información» Mentira. Los gobiernos solo los han formulado, los han recogido, categorizado, dado un nombre, pero estos no nos otorgan nuestros derechos ni tampoco están dispuestos a que los ejerzamos completamente. Sin contar con el hecho de que su supuesta defensa de estos es irreal, ya que está sujeta a los intereses económicos, o dicho de otra manera, sólo se preocuparán de que estén velados cuando no supongan un obstáculo para el beneficio económico.

Por ello debemos dejar de caer en la ilusión de que, vivir en un estado que se declara defensor de nuestros derechos, con una constitución que los recoge, nos hace libres, o educados, o bajo un techo, gracias al derecho a la libertad, a la educación y a la vivienda respectivamente, porque ni lo hace (los vulnera con frecuencia sin impunidad), ni debe hacerlo. Seremos libres sólo cuando entendamos que es nuestra responsabilidad, y no la de ningún gobierno u ONG, serlo, ejercer ese derecho inherente, responder a esa aspiración de nuestro espíritu para sentirse plenamente humano. Del mismo modo tendremos educación y una vivienda cuando comprendamos que ambas son responsabilidad nuestra.

Haciendo un paralelismo con el hambre, tenemos que dejar de abrir la boca con la comida que nos dan y comenzar a alimentar nuestras humanas aspiraciones nosotros mismos. Los derechos son al espíritu lo que el hambre al cuerpo: pueden decirte que no tengas hambre, pero si no has comido igualmente la tendrás; que la tengas, pero si has comido, por mucho que te digan, no la tendrás; te pueden cerrar la boca, y el hambre seguirá ahí, y puedes negarte a probar bocado, pero con eso tampoco evitarás sentirte hambriento. La necesidad de alimento, la sensación de hambre, es inherente al ser humano, de la misma manera que lo son nuestros derechos. Es tan ridículo que alguien te prometa hambre para siempre, o lo contrario, que no sentirás nunca hambre en tu vida, como que alguien te niegue tus derechos o se erija en dador o protector de los mismos. Los derechos son potencias que poseemos de manera natural (somos potencialmente libres, potencialmente informados, potencialmente educados…), pero su desarrollo es sólo responsabilidad nuestra.

Otra cosa muy distinta, es la falta o la abundancia de alimento, que influyen evidentemente en la sensación de hambre, pero no obstante nunca pueden hacerla desaparecer. De la misma manera nos podrán encarcelar, pero siempre será decisión nuestra ser o no libres. Porque la libertad no es el libre albedrío, hacer cada cosa que se pase por nuestra mente. Ser responsable y consecuente con el inherente derecho a la libertad significa ampliar esta, buscarla, defenderla, pensarla, llevarla hasta su máxima expresión dentro de nuestras circunstancias. Por ello es posible que alguien en la cárcel sea más libre que otro fuera de ella. La libertad se hace a cada momento y si el prisionero da la vida por la libertad, la anhela, la lucha, la desea, con sus manos y su mente, es sin duda más libre que el que está en la calle pero trata de acatar las normas, de adaptarse a lo que las leyes imponen sin cuestionarlas, de acallar las voces en su interior que le piden mayor libertad. Y lo mismo ocurre con el resto de derechos. Te podrán decir que no tienes derecho a dar tu opinión, pero siempre pensarás lo que te gustaría decir (y seguramente antes o después salga), tu espíritu, tu mente, estarán siempre empujando, aspirando a opinar, a decir la tuya, a dar tu punto de vista para sentirte un poco más humano. Por ello los derechos, como el hambre, nunca pueden ser suprimidos, son inherentes a nuestra naturaleza humana.

No obstante, a pesar de que, como se ha repetido, se encuentran en nuestra forma de ser, también hay que hablar del gran obstáculo que supone la “fuerza de la costumbre gradual”, y que adormece frecuentemente las humanas aspiraciones a desarrollar los derechos. Este fenómeno se puede volver a ilustrar haciendo un paralelismo con el hambre: todos podríamos acostumbrarnos a comer la mitad de lo que comemos hoy y sin apenas darnos cuenta. Sería tan sencillo como que alguien nos quitara diez gramos de la comida cada día, o cualquier otra cantidad que hiciera imposible constatar que estamos comiendo menos que el día anterior. Así nos iríamos acostumbrando gradual e inconscientemente al cambio, y pasado un tiempo nos sentiríamos enfermizos, débiles. Solamente observando detenidamente nuestro cuerpo, recapacitando sobre lo que ha ocurrido con nuestra comida durante este proceso, podríamos ser capaces de deducir que nos han quitado la mitad del alimento que ingeríamos normalmente, y darnos cuenta de que necesitamos volver a comerlo.

De la misma manera nos cercenan nuestra humana aspiración a desarrollar nuestros derechos. Imaginemos que un individuo vive en un país cuyos gobernantes tienen como objetivo limitar el derecho a la opinión. Saben que si de un día para otro imponen una ley que lo haga, nadie la aceptará, se encontrarán con una numerosa y encendida oposición. Sin embargo si van acotando gradualmente los espacios y las circunstancias en las que es “recomendable” opinar, justificándolo por el bien del país, de la seguridad del ciudadano o cualquier otra de sus fábulas, el individuo del que hablamos acabará, tarde o temprano, entendiendo que es normal hablar en su casa a susurros. La única manera que este sujeto tiene de revertir la situación, de volver a querer llevar a cabo el derecho a la opinión es, como en el ejemplo del hambre, observándose, recapacitando acerca de su circunstancia, analizando cuál ha sido el proceso y quienes han sido los que le han llevado hasta ese punto. Por ello dejar los derechos en manos de otros es tan arriesgado, y por ello debemos estar siempre alerta, inflexibles con cualquier mínima circunstancia que los ponga en cuestión, los limite, los condicione…

Aunque estemos aquí poniendo el énfasis en la trascendencia que tiene desarrollar nuestros derechos, no es menor la que tiene promoverlos entre nuestros iguales. Y en esto una vez más no entra el altruismo, sino algo tan simple como que en la sociedad sin dinero (ni Estado) sobre la que reflexionamos, es inevitable. Y recalco “sociedad sin dinero”, ya que sabemos que en la actual es perfectamente posible y de hecho frecuente, que dependiendo del nivel económico disfrutemos de más o menos derechos, independientemente de la situación de las personas que nos rodeen. En la sociedad sin dinero que se propone, no es posible ser libres rodeados de esclavitud, ni tener justicia rodeados de injusticia, ni estar informados rodeados de manipulación, ni tener libertad de expresión en una sociedad censurada. Pero, ¿porqué? ¿porque nuestra moral nos lo impide? No, porque en un mundo sin dinero todos somos los mismos humanos, la igualdad es por fin real. No importa el nivel económico de tu familia, tu lugar de nacimiento, tu sexo ni tu raza, estas consideraciones ya no van a estar alimentadas por las desigualdades del dinero, en esta sociedad sólo importa, sí, realmente sólo importa, el esfuerzo de cada uno y la salud de las relaciones humanas que construye. Por este motivo, al vulnerar, o no defender los derechos de los que nos rodean, estamos justificando la vulneración de los nuestros ya que, al ser radicalmente iguales, las mismas razones que aplicáramos para la vulneración de los derechos de los demás se podrían aplicar para pisar los nuestros. E insisto, esto ocurrirá en una sociedad sin dinero, ya que en la que vivimos el dinero se deshace de la interdependencia a corta distancia, es decir, de cualquier atisbo de reciprocidad, haciendo que nuestros derechos no dependan de los de nuestros vecinos, sino de nuestra cartera. Podrán, nuestros vecinos, ser recalcitrantemente pobres, pero eso a nosotros nos da igual, si nuestra cartera está llena nada nos impedirá ir a un hospital, pagar unos estudios a nuestros hijos, contratar a un abogado que nos defienda…

Se comprueba una vez más cuál es la verdadera fuerza de esta sociedad que se propone: los derechos de los que te rodean son tus derechos, sus posibilidades tus posibilidades, su bienestar el tuyo. Una sociedad profundamente interdependiente, donde no es posible que exista tu justicia, tu libertad y tantos otros derechos, si son negados a las personas que te rodean.

Cabe decir a este respecto que todo derecho lleva implícito una gran responsabilidad, la responsabilidad de practicarlo, porque si no se actúa consecuentemente con ellos quedan en meros conceptos. Los derechos reales son sólo los que se practican. Esto la sociedad actual no lo permite, porque es el dinero el que los garantiza, no nosotros mismos. El derecho a la libertad, a la educación, a la vivienda, a la información… es sólo nuestro, no podemos permitir que nadie se erija como protector de las aspiraciones que nuestro espíritu quiere alcanzar para sentirse plenamente humano. Será siempre responsabilidad nuestra desarrollar, defender, promover y pensar nuestros derechos.

Educación

Este derecho, para que sea alcanzado plenamente, se debe basar en una preocupación:

– por enseñar a aprender,

– enseñar a obtener información, dando las herramientas necesarias,

– enseñar a responder las preguntas y no a memorizar las repuestas,

– enseñar a escuchar lo que en el interior suena, a vivir con uno mismo, a encontrar la felicidad y ponerle rostro,

– enseñar a dar medios a la curiosidad y la inquietud innatas, dando libertad y recursos a la creatividad, la expresividad.

La educación también debe fundamentarse en el fomento de una responsabilidad del propio individuo por informarse, investigar, preguntar, un compromiso por no olvidar nunca el placer que nos reporta aprender, alimentar la inquietud y el ansia de conocer, siempre desde la humildad del que sabe que nunca lo sabrá todo.

La libertad en la educación, para que su desarrollo sea realmente una voluntad de la persona y no una imposición externa será, como en el resto de derechos, fundamental. No se buscará adoctrinar a los niños con la obligación de ciertas tradiciones, sino que se hará lo posible por transmitírselas, porque las conozcan y las valoren, pero también se les dará la oportunidad de crear las suyas propias. Es por esto que se les explicarán la normas de convivencia de la comunidad que habitan, para hacer que comprendan que no son un capricho de los adultos sino que buscan el bienestar común. Algo que no irá en contradicción con escuchar su opinión y enseñarles a darla desde temprano.

Otro concepto importantísimo a transmitir será el del rechazo a cualquier autoridad, cualquier figura superior con el prestigio, la legitimidad, o el derecho a imponer sus decisiones, con capacidad para influir sobre las decisiones de otros. La verdadera convivencia no se basa en el acatamiento de unas normas reguladas por una autoridad, si no en un ejercicio diario y colectivo de toma de decisiones, de puestas en común, de consensos, de largos debates, de proyectos comunes… que convierten al individuo en el único responsable de la deriva de su vida y su comunidad. Ésta responsabilidad total sobre sus vidas, que al mismo tiempo les da la verdadera libertad, es la que debemos transmitir a los más pequeños.

En consecuencia la figura del profesor, en la actualidad totalmente autoritaria, pasará a ser mucho más cercana a la de un acompañante, un guía, o un consejero, quien camina al lado de su alumno para ayudarle en su crecimiento, pero permite que este sea el que decida en todo momento qué caminos quiere descubrir.

Una persona adulta no es ni mucho menos la que ha cumplido los 18 años, sino la plenamente consciente y responsable sobre todos sus derechos, poniendo los medios necesarios para el desarrollo de todos ellos. Una persona no adulta en cambio es alguien que no conoce sus derechos, o no sabe poner los recursos para alcanzarlos y desarrollarlos. En definitiva, la diferencia entre un niño y un adulto es que el segundo sabe de la importancia de desarrollar sus derechos, mientras que el primero necesita del adulto para comprender su valor.

Libertad

Nuestro derecho a la libertad estará plenamente satisfecho cuando nuestra dignidad (aquello que comemos, aquello que vestimos, aquello que habitamos) no dependa de intereses económicos, si no que surja de nuestras manos y de las manos de aquellos con los que convivimos, a los que tenemos afecto. La libertad es poder decidir con quién colaborar, con quien relacionarse para obtener conocimiento y tecnología, en intercambios donde el único interés sea el humano, sin sombra de interés económico. El dinero es la antítesis de la libertad en cuanto que no nos permite decidir, nuestra libertad se ve limitada desde el momento en que nuestras vidas sentimentales, laborales, profesionales, artísticas, personales, se ven marcadas por este. En la sociedad del dinero la única decisión posible es el propio dinero.

Justicia

En primer lugar hay que decir que no es lo mismo ley que justicia. La ley es impuesta, no es necesario ningún ejercicio moral para acatarla y al individuo simplemente se le exige seguir las normas. Lo cuál es muy sencillo, pero no nos hace preguntarnos por la verdadera justicia. De esta manera nace la persona legal pero injusta, quien sigue las normas de tráfico pero trata a los demás conductores injustamente, el que lleva a su hijo al colegio como dictan las leyes, pero luego le trata y castiga injustamente… Pero no sólo en este sentido la justicia nos viene impuesta. Tribunales, abogados, jueces, fiscales… (muchos de ellos, además, movidos e influenciados por el dinero, y aquellos que lo detentan) dirimen sobre la justicia de un acto, y su más adecuado castigo. Por ello esta justicia se dice que es ciega, porque es practicada por personas sin ninguna conexión con los implicados en el conflicto, quienes juzgan a unas personas cuya vida apenas conocen. No queremos esta justicia fría, insensible, ciega, si no una justicia humana, que parta de las personas y tenga los ojos abiertos. Una justicia que sabe del día a día de los implicados, de sus problemas diarios, de los conflictos personales, e intenta con ello ponerse en la piel del otro y, con todo ello, aspira a ser imparcial y objetiva.

La verdadera justicia no emana de leyes (aunque estas se conozcan y se tengan en cuenta), ni de hombres de leyes, sino que se busca y encuentra en el interior de cada uno, tratando de reparar el daño cometido por los actos propios o ajenos, tratando de acabar con la desigualdad… Es la que llama a gritos a veces y a susurros otras a la conciencia, la que va de la mano de la empatía, sin tratar de tomar partido por una u otra parte, si no preocupándose por conocer las circunstancias de cada una de ellas.

Hablo de la verdadera justicia universal, no de la que se basa en unas mismas leyes que nos rigen a todos, sino de aquella que es resultado de un ejercicio individual y colectivo de justicia, una búsqueda de la equidad, una búsqueda individual de una propia moral, de unos principios propios, para posteriormente ponerlo en común con los demás para llegar a unos principios de convivencia. La resolución de un conflicto afecta a toda la pequeña nación, ya que el daño se hace a toda ella, siendo su responsabilidad la resolución de este.

La justicia que debemos alcanzar busca en lugar de un castigo, la reparación del daño, los medios para que el conflicto no se repita, la reflexión en torno al arrepentimiento, al aprendizaje de los errores, al saber perdonar y el saber perdonarse. En este ejercicio de justicia se entiende que la resolución del conflicto no se puede basar en tratar de encontrar víctimas y culpables.

Por su lado quien comete la injusticia en la sociedad sin dinero, tiene una gran responsabilidad sobre sus hombros: la responsabilidad de entender porqué hizo lo que hizo, la responsabilidad de seguir viviendo a pesar de ello, de reparar el daño hecho tanto al otro como a él mismo, la responsabilidad de crear las herramientas que le permitan no volver a cometer el mismo error. Su comunidad debe, siendo justa, permitirle la posibilidad del arrepentimiento, del perdón, del aprendizaje, para que pueda reinventarse, volver a emprender el camino, y ser capaz otra vez de enriquecer a su entorno.

Por otro lado aquel que sufre los actos injustos de otro necesita que le ayuden a sobrellevar el dolor, para que este con el tiempo no se convierta en rencor, en odio, volviendo la justicia una arma arrojadiza para colmar una sed de venganza. La justicia es ayudar a que la persona vulnerada viva y supere el dolor, y que también entienda las circunstancias que empujaron al otro a hacer lo que hizo, haciendo un gran ejercicio de empatía. La justicia es un ejercicio colectivo, y también la parte más perjudicada tiene que participar en él, reflexionando sobre los medios para evitar que la injusticia se repita.

¿Por qué creo en que esta justicia se dará en la sociedad del dinero? Primeramente por que se produce entre iguales, de manera que todas las decisiones represivas, tomadas con la aspiración de ser venganza, pueden ser también tomadas contra uno mismo, ya que, siendo iguales, no existe razón para que no se así. En esta sociedad fundamentada en las relaciones humanas todo lo que viertes en tu comunidad te es devuelto. En segundo lugar por la interdependencia a corta distancia de la que ya se ha hablado. Cuando dependes del bienestar de quienes te rodean, tratas de actuar lo más justamente posible, para que el daño sea reparado cuanto antes y el conflicto no vuelva a surgir. Por añadidura, un individuo en la sociedad sin dinero que cometa insistentemente injusticias, correrá el riesgo de no ser aceptado por su comunidad, algo grave si se piensa en que estas son lo único de lo que puede depender una persona en este mundo que se propone. En definitiva, y aludiendo al interés personal, se tiene más cuidado en cometer injusticias cuando estas afectan a la vida de aquellos de los que dependes y de los que dependen de ti.

Como el resto de derechos, la justicia es del que la busca, del que la práctica. Todos tenemos derecho a ella y por ello tenemos la responsabilidad de promoverla, reflexionarla, estudiarla, construirla, aplicarla.

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