Creámonos creémonos libres | Ni país ni Estado, personas
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Ni país ni Estado, personas

Un país, junto con sus hermanos menores (comunidades, regiones, estados federales…) es un abstracto cruel. Un país es una distancia tendida a lo largo de sus fronteras, cicatrices en la tierra de la libertad. El éxodo y el asilo son sus bastardos, la cruel decisión de un cruel abstracto sobre quien se queda fuera y quien entra. Un país es una banalización de la diversidad, un “meternos a todos en el mismo saco”, una generalización habitada por estereotipos. También un país es fuente de desigualdades, con vallas que la tierra no entiende, y que hacen que sea vital para tu hambre y tu dignidad tu pasaporte. Un país nunca es la decisión de sus gentes, sino el resultado de negociaciones de despacho, con el dinero como mediador. Este abstracto cruel fue y es manida justificación para tantos y tantos conflictos (en los que siempre existe el mismo derrotado, el pueblo), donde se mutilan familias, tierra y justicia, pero se gana tanto y tanto dinero. Un país es una mirada miope a su propio ombligo, una colección de prejuicios, propios y ajenos, con una historia hecha a la medida de las autoridades en un cuento con final feliz. Porque no olvidemos, la historia y su manipulación, es también un gran negocio, el negocio del patriotismo, el negocio de aquellos cuya única nación es la que habita el dinero. Para preservar el artificial país, creado para salvaguardar los intereses de las élites político-económicas, para acrecentar su riqueza y privilegios, para justificar sus puestos, leyes e impuestos, tratan de que nos reunamos en torno a una bandera, en torno a un sentimiento patriótico de cartón piedra, alimentado por el fútbol y otros héroes, o por conflictos con otros países, o por el odio al extranjero. Todo esto, claro, también de cartón piedra.

Un país es un catálogo de héroes de circo, en el que los niños quieren ser futbolistas y cantantes, mientras aplauden a sus actores favoritos. Es la procesión del Santísimo Gobierno, por la que desfilan voceros, tertulianos y periodistas comprados, cuya palabra fetiche es, como no, país. Esta les sirve como parapeto para justificar sus medidas (repiten: es lo que el país necesita”, cuando realmente es lo que sus bolsillos necesitan), como bálsamo para nuestros sacrificios (es por el bien del país”, cuándo sólo salvaguardan el suyo propio), aunque, si nos paramos a pensarlo, en realidad no mienten cuando utilizan la palabra “país”, porque lo que verdaderamente ha sido siempre es una representación del poder dominante en cada momento (poder militar, económico, aristocrático, religioso… solos o en cualquiera de las combinaciones posibles), nunca ningún país se ha construido como representación de la libre voluntad de todos sus individuos, por todo lo que se ha dicho hasta ahora y porque como veremos no es posible.

No obstante, a pesar de lo chillón de su patriotismo, este es frágil, y nunca pasará a ser nada más que un espectáculo televisado de luces y colores, básicamente porque, por mucho que lo deseen, nunca nos podremos sentir verdaderamente de un país. No sólo por la vacuidad del discurso patriótico, sino porque dentro de la inmensa diversidad que un país engloba, no podremos conocer nunca a todos sus habitantes, siempre existirán mayorías y minorías con realidades muy alejadas de las nuestras. Tampoco podremos nunca conocer todas sus tierras, verlas como las madres que nos dieron la vida, el sustento. En cambio las pequeñas naciones sí nos generarán ese sentimiento de pertenencia a un territorio, a unas gentes, a una tradición. Podremos conocer profundamente a sus habitantes, a los integrantes de una comunidad con los que avanzamos de la mano, conocer profundamente su tierra porque de ella dependemos, la trabajamos y cuidamos. Este reconocerse en nuestros vecinos, este sentimiento de pertenencia a una tierra, surge gracias al pequeño tamaño de la pequeña nación de la que hablo a lo largo de estas páginas. Su reducido tamaño hace que tenga verdadero sentido el sentimiento patriótico, nacionalista o como quiera llamarse, ya que al final este es o debería ser un sentimiento de pertenencia a un lugar, a una tierra trabajada, un vínculo emocional con unas gentes con las que se ha construido una realidad, con las que se han compartido problemas, alegrías y dificultades, algo mucho más profundo que gritar frente a una televisión a los jugadores de la selección de “tu país”.

A un país no le pertenecen las tradiciones, porque estas son de las gentes, no le pertenecen tampoco las costumbres, porque estas también son de ellas. Y es que démonos cuenta, la cultura no necesita de un país, necesita de gentes que la hagan pervivir y estas, a su vez, no necesitan de un país, sino de otras gentes con las que convivir.

Por ello no queramos este abstracto cruel, convirtamos país en un arcaísmo.

Tampoco pensemos en que otro país es posible. Este será siempre demasiado grande para representarnos a todos, para conocer nuestras circunstancias y cubrir nuestras necesidades. Un país, el único posible, es siempre una oligarquía que toma las decisiones y una mayoría que prefiere que las tomen por ella. Es un gran pastel de intereses para los poderes económicos, con el riesgo de que le hinquen el diente planeando continuamente sobre las cabezas de sus ciudadanos.

Un país es, al fin y al cabo, la excusa a la que recurren para imponernos el Estado.

Un Estado es un gran negocio, con el contribuyente como cliente, pero en este caso, la oligarquía siempre tiene la razón. Un Estado, si lo pensamos detenidamente, no es otra cosa que una gran herramienta, que reprime, que castiga, que calla, que impone, que censura, que asegura que todo sigue el curso de sus amos, los billetes. Un Estado es el papá y el pueblo su hijo adolescente. Este último llama a su padre para que le limpie las calles, para que le limpie la conciencia con una justicia con la que juzgarse a sí mismo y juzgar al resto, para salvaguardar sus intereses, para hacer valer sus derechos, para que le quite los inmigrantes de sus puestos de trabajo, para que vigile y reprima, con violencia si hace falta, para que le den unas normas a las que atenerse, para que le representen. Pero también es, en la mente del ciudadano adolescente, el origen de todos sus problemas, el ser omnipotente que tiene en su mano la solución pero sin embargo no quiere tomarla, la diana de todas las quejas que surgen de una sociedad enferma y, sobre todo, el origen de tanto y tanto inmovilismo individual («que lo haga el gobierno», «es que el gobierno no hace nada», «qué voy a hacer yo contra el estado»).

Un estado es, en definitiva, un papá que castiga y premia el mal y buen comportamiento, pero que sin embargo frecuentemente tiene la libertad para hacer todo lo que a su hijo adolescente no le permite: roba, engaña, manipula y en definitiva abusa de su poder. En cualquier caso, incluso con un estado justo, la sociedad adulta a la que deberíamos dirigirnos, será la que no necesite un estado, vigilante, árbitro, administrador, supervisor, juez, porque las personas mismas se pueden bastar para articular su convivencia.

Habrá quienes piensen en el estado como un gran aparato solidario en el que todos trabajan para cubrir las necesidades de la población, bien indirectamente, pagando impuestos, o bien directamente, siendo funcionario. Pero sin embargo, las ventajas de esta forma de organizar nuestra sociedad son sólo aparentes.

En primer lugar, no se fundamenta en el principio de que el bienestar individual depende del bienestar de los demás, ya que «los demás» son una masa incógnita, un colectivo lejano, de cuyos integrantes uno no conoce su identidad, sus circunstancias, sus necesidades, y por tanto no puede crear vínculos humanos, afectivos y de dependencia. El estado en cambio se sustenta en el cumplimiento de unas normas y en una búsqueda de interés propio, bien recibiendo un sueldo de la Administración por el trabajo realizado o bien disfrutando de unos servicios públicos por los impuestos pagados. Como se puede comprobar, no hay ningún sentimiento de colectividad, de cooperación, porque no se conoce al grupo, al otro, con su problemática y sus necesidades, la vida de cada uno es una experiencia individual, donde las relaciones con el colectivo que le sustenta están delimitadas, y la libertad para decidir dónde, cómo y a quién dirigir los esfuerzos individuales para mantener a la comunidad es casi nula. Por ello se le pide fe al ciudadano para que crea en lo que no ve: «ten confianza, tus impuestos serán utilizados de la manera más eficiente donde más se necesita, para cubrir necesidades que no conocerás de personas que no conocerás».

Como ya se ha dicho, el estado no se mantiene gracias a la conciencia de colectivo de sus integrantes, es imposible que en un grupo de miles, millones de personas este sentimiento pueda surgir. Esta falta de reconocimiento en el grupo, ese divorcio entre la realidad individual y la del colectivo que supone el estado, se contrarresta con la aplicación de leyes, que fuerzan la construcción por parte del individuo de la realidad pública, normalmente como contribuyente (haciendo, cómo no podía ser de otra manera, del dinero la principal herramienta para articular las distintas relaciones entre los individuos, integrantes de un estado).

Sumado a esto tenemos el hecho de que dentro de un estado, la situación de la comunidad es independiente de la situación individual de cada uno de sus integrantes. Esto se puede ilustrar de la siguiente manera: «La situación de mis vecinos es independiente de mi calidad de vida, podrán estar con la luz cortada, o sin saber qué van a comer al día siguiente, pero eso no impedirá que yo me pueda permitir dejar todas las luces encendidas y comer todos los días fuera». Estas paradojas se dan en el seno del estado continuamente.

Justamente, pensarán algunos, para dar cobertura a personas en situaciones precarias es necesario el estado. Pero esta visión con tintes “paternalistas”, en la que el estado está para protegernos, ayudarnos, defendernos… lleva a que la vida de muchas personas dependa de algo sobre lo que no tienen control, que no depende de ellos: las ayudas pueden acabarse, pueden cambiar la partida para el año que viene o los requisitos para recibirlas… Incluso en los casos en los que un gobierno cree los mecanismos para asegurar estas ayudas se nos presenta un problema mayor que a menudo olvidamos. El estado ocupa un espacio en un marco internacional, a través del que se financia y con el que las empresas de su territorio comercian, y por ello se ve sometido a continuas presiones por los actores económicos y políticos, que aún siendo externos al mismo, tienen un poder enorme sobre el mismo. Por esta razón un estado llega siempre al mismo dilema: ¿satisfacer las demandas del pueblo o a las exigencias del dinero? Estas a menudo no van de la mano, y recordemos que un estado lo primero que necesita para sostenerse es dinero. De esta forma, cuando un individuo depende de un estado (todos lo hacemos en mayor o menor medida actualmente), en primer lugar pierde su autonomía, pierde los mecanismos para asegurarse su dignidad y cede esta capacidad a terceros; en segundo lugar su bienestar no sólo depende de la gestión de los presupuestos públicos por parte de las autoridades locales, autonómicas o estatales, que hasta cierto punto puede elegir, si no que indirectamente depende de los innumerables actores internacionales (otros países, organizaciones y empresas supranacionales) que interfieren en la política de un estado. Esto, en definitiva, supone una pérdida total de independencia y libertad para el individuo.

Precisamente, lo que persigue la propuesta de este libro, es recuperar la libertad perdida, permitiendo que la vida de las personas dependa de sí mismas y de su comunidad. Por ello, frente al estado se proponen crear comunidades donde el bienestar de la comunidad implique el bienestar individual y viceversa, donde la mal llamada solidaridad deje de ser producto de unas leyes que la fuerzan y un dinero que la articula, y pase a ser colaboración y enriquecimiento recíproco, consecuencia de un convencimiento vital: «necesito procurar mi bienestar, por tanto necesito procurar el bienestar de mi comunidad y comunidades vecinas, de las que dependo y dependen de mí». Hablamos de una sociedad donde sus individuos han recuperado la capacidad para proporcionarse la dignidad más básica, mientras que el resto de necesidades son cubiertas en continua colaboración con su entorno humano. Un mundo movido por la interdependencia a corta distancia, con un conocimiento que recorre largas distancias sin encontrar fronteras.

No continuemos permitiendo que el estado intermedie entre nosotros, seamos ciudadanos adultos que no necesitan de juez, de árbitro. Podemos desarrollar nuestras actividades y satisfacer nuestras necesidades sin intermediarios, conviviendo colectivamente, desde nuestras capacidades individuales y en la continua búsqueda de nuestras posibilidades colectivas. Somos el animal social por antonomasia, y sin embargo hemos creado sociedades atomizadas, individualizadas, donde lo colectivo, lo público, “lo de todos, es algo externo al propio individuo, quien se limita a seguir unas reglas y se relaciona con la esfera colectiva puntualmente y a través del dinero. En la sociedad que debemos perseguir, no existe lo público y lo privado, el hogar no empieza en el vano de la puerta de la casa, sino ahí donde se encuentren las personas a las que uno quiere y cuida, las mismas que le quieren y cuidan, personas con las que afronta una misma realidad barajando tantos puntos de vista como individuos son. Lo colectivo y lo individual son uno, se entretejen, formando una red tupida de dependencia, reciprocidad, enriquecimiento, proyectos comunes, convivencia. Hablo en definitiva de una sociedad en cuya base más elemental están las relaciones llana y plenamente humanas.

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